El abrazo de Valentina: esperanza entre las llamas

—¡Mamá, el humo está entrando por la ventana! —grité, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas. Afuera, el cielo tenía un color naranja extraño y el olor a quemado se metía hasta en mis sueños. Mi nombre es Valentina y tenía ocho años cuando el fuego llegó a nuestro pueblo en la Región del Biobío, en el sur de Chile.

Esa mañana, mientras mi papá llenaba baldes con agua y mi mamá metía documentos y fotos en una mochila, yo miraba por la ventana cómo las llamas avanzaban por el cerro. El miedo era como una piedra en el estómago. Mi hermano menor, Tomás, no paraba de llorar. Yo quería ser valiente, pero sentía que el mundo se estaba acabando.

—Valentina, ayúdame a buscar las linternas —me pidió mi mamá, con la voz más firme de lo que sentía. Yo obedecí, aunque mis manos temblaban. Afuera, las sirenas de los bomberos sonaban sin parar.

Esa noche no dormimos. Nos quedamos todos juntos en la sala, escuchando la radio a pilas. Decían que los bomberos estaban agotados, que no daban abasto. Mi papá murmuró: “Pobres cabros… llevan días sin descansar”.

Al día siguiente, cuando salimos a ver cómo estaba el barrio, vi a un grupo de bomberos sentados en la vereda. Tenían la cara negra de hollín y los ojos rojos de cansancio. Uno de ellos lloraba en silencio. Sentí una punzada en el pecho. Me acerqué despacio y le ofrecí mi botella de agua.

—Gracias, chiquitita —me dijo con una sonrisa triste—. ¿Cómo te llamas?

—Valentina —respondí bajito.

—Yo soy Rodrigo —me contestó—. ¿Sabes? A veces solo necesitamos un poquito de cariño para seguir.

Esa frase se me quedó grabada. Volví a casa pensando en qué podía hacer para ayudar. No tenía dinero ni fuerza para cargar baldes, pero sí podía dibujar. Esa tarde llené hojas con corazones, arcoíris y mensajes: “Gracias por cuidarnos”, “Son nuestros héroes”, “No se rindan”.

Con mi mamá preparamos pan amasado y hervimos agua para té. Al día siguiente, fui con ella al cuartel de bomberos improvisado en la escuela del barrio. Cuando les entregué los dibujos y el pan, algunos se rieron, otros lloraron. Rodrigo me abrazó fuerte.

—Valentina, tú nos das más fuerza que mil litros de agua —me dijo.

Los días pasaron y el fuego seguía avanzando. Perdimos la casa de la señora Marta, la vecina que siempre me regalaba manzanas. Vi a mi papá llorar por primera vez cuando supo que su amigo Juan perdió todo. La tristeza era como una nube negra sobre todos nosotros.

Pero cada tarde iba al cuartel con mis dibujos y mis palabras de ánimo. Pronto otros niños se unieron: mi amiga Camila llevó galletas, Tomás hizo un cartel enorme que decía “¡Vamos bomberos!”. Los adultos nos miraban sorprendidos; algunos decían que éramos “el alma del pueblo”.

Una noche escuché a mis padres discutir en voz baja:

—No podemos quedarnos mucho más aquí —decía mi mamá—. Si el viento cambia, nos quedamos sin nada.

—¿Y adónde vamos? —respondió mi papá—. Todo lo que tenemos está aquí.

Me tapé los oídos con la almohada para no escuchar más. Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que pasar esto? ¿Por qué nadie podía detener el fuego?

Al día siguiente, Rodrigo me buscó entre la multitud:

—Valentina, ¿puedes venir conmigo?

Me llevó hasta donde estaban los demás bomberos. Habían pegado mis dibujos en las paredes del cuartel. Uno de ellos me levantó en brazos:

—Gracias por recordarnos por qué luchamos —me dijo.

Ese día entendí que aunque era pequeña, podía hacer una diferencia. No podía apagar incendios ni reconstruir casas, pero sí podía dar esperanza.

El fuego finalmente cedió después de dos semanas. El pueblo estaba herido: casas quemadas, árboles negros como carbón, animales perdidos. Pero también había algo nuevo: una sensación de comunidad, de haber sobrevivido juntos.

El último día antes de que los bomberos se fueran, Rodrigo me regaló su casco viejo:

—Para que nunca olvides lo valiente que fuiste —me dijo—. Y para que recuerdes que todos podemos ser héroes a nuestra manera.

Ahora tengo diez años y todavía guardo ese casco en mi pieza. A veces lo miro y me pregunto: ¿cuántas veces olvidamos que un pequeño gesto puede cambiarle el día a alguien? ¿Qué pasaría si todos nos atreviéramos a dar un poco más de cariño cuando más se necesita?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que algo pequeño que hiciste fue importante para alguien más? Me encantaría leer sus historias.