El día en que no duele, pero pesa

—¿Por qué no contestas, mamá? —La voz de Camila, mi hija de quince años, me retumba en la cabeza mientras miro el celular apagado en mi mano. No tengo saldo, otra vez. Pero no es solo eso. No quiero escucharla ahora. No quiero escuchar a nadie.

Estoy en la parada del bus, justo frente al mercado central de Medellín. El viento levanta bolsas plásticas y el olor a mango biche con sal se mezcla con el humo de mi cigarrillo barato. Aprieto la bolsa de tela contra mi costado. No pesa por lo que llevo dentro —un par de arepas frías, un cuaderno viejo y la billetera casi vacía— sino por todo lo que no puedo dejar atrás: las deudas, la soledad, el miedo a fallarles a mis hijos.

—¡Mariana! —escucho a alguien gritar desde el otro lado de la calle. Es Don Ernesto, el carnicero del mercado. Me hace una seña con la mano, como si quisiera recordarme que aún le debo los dos kilos de carne del mes pasado. Bajo la mirada y finjo no verlo.

Hoy no me duele nada, pero todo me incomoda. La ropa me aprieta, el aire me raspa la garganta, la vida me queda grande.

Recuerdo cuando llegué a Medellín desde un pueblito de Antioquia, con Camila en brazos y una maleta llena de sueños rotos. «Aquí sí vas a poder salir adelante», me dijo mi tía Lucía. Pero ella murió al año siguiente y yo me quedé sola, con dos hijos y una ciudad que nunca termina de abrazarme.

—Mamá, ¿vas a venir hoy? —El mensaje de voz de Camila suena otra vez en mi cabeza. Ella está en casa cuidando a su hermano menor, Samuel, que tiene fiebre desde anoche. Yo debería estar allá, pero no puedo. Si no consigo trabajo hoy, mañana no comemos.

Un hombre se acerca y me ofrece un volante: «Se necesita personal para ventas por catálogo». Lo tomo sin ganas. Ya he vendido cremas, ollas, hasta ropa interior puerta a puerta. Siempre es lo mismo: promesas de comisiones que nunca llegan y clientes que te cierran la puerta en la cara.

Me siento en la banca oxidada y cierro los ojos un momento. Pienso en mi mamá, allá en el pueblo, que siempre decía: «La vida es dura, pero uno es más duro». ¿Será cierto? A veces siento que ya no tengo fuerzas para pelear.

El bus llega y subo entre empujones. El chofer me mira feo cuando le pago con monedas sueltas. Me siento junto a una señora que huele a sudor y a tristeza. Ella también aprieta una bolsa contra el pecho.

—¿Todo bien? —me pregunta sin mirarme.

—Sí —miento—. Todo bien.

El bus avanza lento por la Avenida Oriental. Veo por la ventana los edificios viejos, los vendedores ambulantes, los niños descalzos jugando en la acera. Pienso en Camila y Samuel. Pienso en el papá de ellos, Julián, que se fue hace años con otra mujer y solo llama cuando necesita dinero o cuando está borracho.

Una vez le pregunté a Camila si extrañaba a su papá. Ella me miró con esos ojos grandes y serios:

—No lo extraño, mamá. Solo te extraño a ti cuando no estás.

Eso me partió el alma.

El bus se detiene cerca del hospital San Vicente. Bajo y camino rápido entre la gente. Hoy tengo una entrevista para limpiar oficinas en una empresa grande. No es mucho dinero, pero es algo seguro. Respiro hondo antes de entrar al edificio.

En la recepción hay otras cinco mujeres esperando. Todas con la misma mirada cansada, todas apretando bolsas llenas de preocupaciones invisibles.

—¿Nombre? —me pregunta la recepcionista sin levantar la vista.

—Mariana Restrepo.

Me hacen pasar a una oficina pequeña donde un hombre joven me mira como si yo fuera invisible.

—¿Experiencia? —pregunta sin interés.

—He trabajado limpiando casas y oficinas desde hace diez años —respondo.

—¿Referencias?

Le entrego un papel arrugado con el número de Doña Gloria, la señora para quien trabajé hasta que se fue del país.

—Le avisaremos si queda seleccionada —dice el hombre antes de mirar su celular.

Salgo sintiéndome más pequeña que nunca. Camino sin rumbo por las calles del centro hasta llegar al parque Bolívar. Me siento bajo un árbol y saco el cuaderno viejo de mi bolsa. Escribo unas líneas para no olvidar quién soy:

«Hoy no duele nada, pero todo pesa. Pesa la vida, pesa la culpa, pesa el miedo de no ser suficiente para mis hijos».

El sol empieza a bajar y sé que debo volver a casa. Camino rápido hasta la estación del metro y subo al vagón lleno de gente apurada. Una niña pequeña se tropieza conmigo y me sonríe sin dientes. Por un momento siento una chispa de esperanza.

Llego al barrio justo cuando empieza a llover. Las calles se llenan de barro y los techos gotean como si lloraran conmigo. Subo las escaleras hasta nuestro apartamento diminuto y abro la puerta despacio.

Camila está sentada junto a Samuel, que duerme envuelto en una cobija vieja.

—¿Conseguiste algo? —pregunta sin esperanza.

Niego con la cabeza y ella baja la mirada.

—No importa, mamá —dice—. Mañana será otro día.

Me siento junto a ella y la abrazo fuerte. Siento sus lágrimas calientes en mi cuello y las mías se mezclan con las suyas.

—Perdóname por no poder darte más —susurro—. Perdóname por no ser suficiente.

Camila me mira y sonríe débilmente:

—Tú eres suficiente, mamá. Siempre lo has sido.

Nos quedamos así un rato largo, escuchando la lluvia golpear el techo como si fuera un tambor triste pero constante.

Afuera todo sigue igual: las deudas, el miedo, las promesas rotas. Pero aquí adentro, por un momento, siento que tal vez sí soy más dura que la vida.

¿Hasta cuándo tendremos que ser fuertes? ¿Cuántas mujeres más estarán apretando bolsas llenas de preocupaciones invisibles mientras fingen que todo está bien?