El diario de la directora Ramírez: El secreto de Lucía
—¿Por qué siempre te llevas esas tortillas frías, Lucía? —me pregunté en silencio mientras la veía, desde la puerta de mi oficina, guardar con cuidado los restos del almuerzo en una bolsa de plástico. Nadie más parecía notarlo. Los demás niños corrían, gritaban, se empujaban en la fila del comedor, pero Lucía siempre esperaba al final, recogía lo que quedaba y salía rápido, con la cabeza baja.
No era la primera vez que veía algo así. Llevo quince años como directora en esta primaria de Iztapalapa y he aprendido a leer las señales: los niños que llegan con el uniforme arrugado, los que no traen lonchera, los que se quedan dormidos en clase porque no cenaron. Pero Lucía era diferente. Nunca pedía nada, nunca se quejaba. Siempre tenía una sonrisa tímida para mí cuando pasaba por el pasillo.
Esa tarde, después de la última campana, la vi salir por la reja. Caminaba rápido, apretando la bolsa contra el pecho. Decidí seguirla. Me sentí un poco ridícula, como si estuviera espiando a una criminal, pero algo en mi pecho me decía que debía hacerlo.
Lucía cruzó la avenida con cuidado, se metió por una callejuela llena de baches y basura. El sol caía fuerte y el aire olía a gasolina y tortillas quemadas. La seguí a distancia, tratando de no llamar la atención. Finalmente, llegó a una vecindad vieja, de esas donde las paredes están llenas de grafitis y los niños juegan fútbol con una pelota desinflada.
Se detuvo frente a una puerta azul descascarada y tocó suavemente. Una voz ronca respondió desde adentro:
—¿Eres tú, Luci?
—Sí, abuelita —contestó ella.
La puerta se abrió y vi a una mujer mayor, encorvada, con el cabello recogido en un chongo desordenado. Lucía entró y la puerta se cerró tras ella. Me quedé parada unos minutos, sintiéndome intrusa y tonta. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Un secreto oscuro? ¿Un delito?
Al día siguiente, llamé a Lucía a mi oficina. Se sentó frente a mí, con las piernas colgando de la silla y las manos apretadas en el regazo.
—Lucía, he notado que te llevas comida de la cafetería todos los días —dije suavemente.
Sus ojos se agrandaron y bajó la mirada.
—No es para mí —susurró—. Es para mi abuelita. Desde que mi mamá se fue a trabajar a Querétaro, sólo estamos nosotras dos. A veces no alcanza para comer.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi propia abuela, cómo me cuidaba cuando mi mamá tenía que trabajar doble turno en el hospital.
—¿Y tu papá?
—No lo conozco —dijo simplemente.
Me quedé callada unos segundos. No sabía qué decir. Quería abrazarla, decirle que todo estaría bien, pero sabía que no podía prometerle eso.
Esa noche no pude dormir. Pensé en Lucía y en todos los niños como ella: invisibles para el sistema, para el gobierno, para nosotros mismos. Pensé en las veces que había regañado a un niño por dormirse en clase sin preguntar por qué estaba cansado; en las veces que había llamado la atención a una niña por no traer tarea sin saber si tenía luz en casa.
Al día siguiente hablé con los maestros. Les pedí que estuvieran atentos, que miraran más allá de las calificaciones y los uniformes limpios. Organizamos una colecta de alimentos entre el personal y algunos padres de familia. No era mucho, pero era algo.
Un viernes por la tarde fui personalmente a casa de Lucía con una caja de despensa: arroz, frijol, leche en polvo, pan dulce. La abuelita me abrió la puerta y me miró con desconfianza.
—No venimos a molestar —le dije—. Sólo queremos ayudar.
La mujer rompió en llanto. Lucía me abrazó fuerte y sentí su cuerpecito temblar.
Pasaron las semanas y poco a poco Lucía empezó a cambiar. Ya no se llevaba comida escondidas; ahora ayudaba a repartir los almuerzos entre sus compañeros. Sonreía más seguido y hasta se animó a participar en el concurso de poesía.
Pero no todo era fácil. Un día su mamá llamó desde Querétaro: había perdido el trabajo y no sabía cuándo podría volver. La abuelita enfermó y Lucía faltó varios días a clases para cuidarla. Fui a visitarlas y encontré a Lucía lavando ropa en una cubeta mientras su abuela tosía en la cama.
—No quiero dejar la escuela —me dijo entre lágrimas—. Quiero ser doctora para ayudar a mi abuelita cuando esté enferma.
Le prometí que haríamos todo lo posible para apoyarla. Hablé con una ONG local y conseguimos que les llevaran medicinas y apoyo psicológico.
A veces me siento impotente ante tanta necesidad. Hay días en que quisiera renunciar, irme lejos y olvidarme de todo esto. Pero entonces veo a Lucía llegar cada mañana con su uniforme limpio (aunque remendado), su sonrisa tímida y sus ojos llenos de esperanza.
Me pregunto cuántos niños más hay como ella, cuántos secretos guardan detrás de sus sonrisas silenciosas. ¿Cuántas Lucías pasan desapercibidas cada día en nuestras escuelas? ¿Cuánto podríamos cambiar si tan sólo miráramos un poco más allá?
¿Y tú? ¿Alguna vez te has detenido a mirar lo que hay detrás de una sonrisa callada?