El humo de la traición: secretos en la finca de los Ramírez

El olor a quemado me arrancó del sueño como si alguien me hubiera sumergido la cabeza en agua helada. —¡Julián, despierta!— susurré con urgencia, sacudiendo a mi hijo de apenas doce años. El humo se colaba por debajo de la puerta, y el resplandor anaranjado bailaba en las paredes de adobe. No era la primera vez que el miedo me despertaba en la finca Ramírez, pero sí la primera vez que sentí que podía perderlo todo.

Corrimos descalzos por el pasillo, tropezando con los costales de maíz que Don Ernesto, el dueño, nos dejaba como pago. Afuera, el gallinero ardía. Las llamas devoraban las tablas y las gallinas corrían despavoridas. Don Ernesto gritaba órdenes mientras su esposa, Doña Marta, lloraba desconsolada. —¡Alguien echó gasolina! ¡Esto no fue un accidente!— bramó Don Ernesto, mirando a todos con ojos de loco.

Julián se aferró a mi brazo. Sentí su temblor y supe que debía ser fuerte. Habíamos llegado a esa finca en las afueras de San Miguel de Tucumán huyendo de la miseria de la ciudad. Yo, Lucía Fernández, madre soltera, sin estudios ni familia, solo tenía mis manos y a mi hijo. Don Ernesto nos ofreció trabajo y un cuarto pequeño a cambio de limpiar, cocinar y ayudar en el campo. No era mucho, pero era más de lo que teníamos antes.

Esa noche nadie durmió. Los peones murmuraban entre dientes. Algunos decían que era culpa de los nuevos —de nosotros— porque desde que llegamos, las cosas iban mal: primero se pudrió la cosecha de tomates, luego desaparecieron herramientas y ahora esto. Sentí las miradas clavadas en mi espalda mientras recogía los restos del gallinero al amanecer.

—Mamá, ¿crees que nos van a echar?— preguntó Julián con voz baja.
—No lo sé, hijo. Pero pase lo que pase, estamos juntos— le respondí, apretando su mano.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Doña Marta dejó de hablarnos y Don Ernesto nos vigilaba como si fuéramos ratas. Julián ya no podía jugar con los otros niños; lo miraban como si fuera portador de una maldición. Yo trabajaba el doble para demostrar mi inocencia, pero cada día algo más salía mal: una vaca enferma, el pozo de agua contaminado, las semillas desaparecidas.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el río, escuché voces entre los arbustos. Me acerqué despacio y vi a Pedro, el capataz, discutiendo con su hermano menor, Rubén.

—¡Te dije que solo asustaras a los patrones! ¡No que quemaras todo!— susurró Pedro furioso.
—¡No me importa! Si pierden todo, venderán la finca y nos vamos de aquí para siempre— respondió Rubén.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Ellos eran los saboteadores. Pero ¿cómo podía yo acusarlos? Nadie me creería; era solo una forastera sin voz ni voto.

Esa noche no pude dormir. Julián me abrazó fuerte y me susurró: —Mamá, ¿por qué nos odian tanto?

No supe qué responderle. Recordé mi infancia en Salta, cuando mi padre perdió su trabajo y tuvimos que mendigar en la terminal de ómnibus. El hambre te hace invisible y sospechoso al mismo tiempo.

Al día siguiente, Don Ernesto reunió a todos bajo el viejo algarrobo.

—¡Esto no puede seguir así!— gritó. —Si no aparece el culpable, todos se van. No puedo confiar en nadie.

Vi el terror en los ojos de los otros peones: familias enteras dependían de ese trabajo miserable para sobrevivir. Nadie se atrevía a hablar.

Esa noche decidí hacer algo. Esperé a que todos durmieran y fui al galpón donde Pedro guardaba sus cosas. Encontré una lata vacía de gasolina y un pañuelo ensangrentado. Cuando salía, Pedro me sorprendió.

—¿Qué hacés aquí?— me preguntó con voz dura.
—Sé lo que hiciste— le dije temblando.— Si no confiesas tú, lo haré yo.

Pedro me miró con odio y miedo al mismo tiempo. —¿Y quién te va a creer? ¿Una mujer sola contra todos?

Sentí rabia e impotencia. Pero también algo más: dignidad. No podía dejar que Julián creciera pensando que siempre hay que agachar la cabeza.

A la mañana siguiente, enfrenté a Don Ernesto delante de todos.

—Yo sé quién está saboteando la finca— dije fuerte.— Es Pedro y su hermano Rubén. Los escuché planearlo todo junto al río.

El silencio fue absoluto. Pedro intentó negarlo pero Rubén se quebró y confesó entre lágrimas: —¡Yo solo quería irme de aquí! ¡Odiaba este lugar!

Don Ernesto despidió a los hermanos esa misma tarde. Pero el daño ya estaba hecho: la finca estaba al borde de la ruina y nosotros seguíamos siendo forasteros.

Esa noche Julián me abrazó y lloró en silencio. Yo también lloré. No por miedo ni por rabia esta vez, sino por cansancio. Por esa lucha interminable por sobrevivir en un mundo donde siempre somos los sospechosos.

Pasaron semanas antes de que las cosas volvieran a una frágil normalidad. Doña Marta volvió a hablarme y Don Ernesto me agradeció por mi valentía, pero yo sabía que nunca dejaríamos de ser extraños en esa tierra ajena.

A veces me pregunto si vale la pena seguir luchando cuando todo parece estar en tu contra. ¿Cuántos más tendrán que callar para sobrevivir? ¿Cuántos secretos se esconden bajo la tierra fértil de nuestras fincas latinoamericanas?