El secreto bajo la tierra: Diario de una madre y su hijo en la finca de los Ramírez

—¡Mamá, despierta! ¡Algo se está quemando!— La voz de Emiliano me arrancó de un sueño pesado, uno de esos sueños donde la vida parece menos dura y el hambre no aprieta tanto. Pero el olor a humo era real, y el resplandor anaranjado que se colaba por las rendijas de la ventana no dejaba lugar a dudas.

Me levanté de un salto, con el corazón golpeando tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Afuera, la noche estaba encendida. Las llamas bailaban sobre el galpón viejo, ese donde Don Ramírez guardaba las herramientas y, según decían los otros peones, algo más. Algo que nunca nos dejaban ver.

—¡Emiliano, ponte los zapatos!— le grité mientras buscaba mi rebeca raída. El miedo me apretaba la garganta, pero no podía dejar que él lo notara. Desde que llegamos a esta finca en las afueras de San Vicente, en el sur de Colombia, cada día era una lucha por sobrevivir. Trabajábamos desde el amanecer hasta que el sol se escondía, recogiendo café y limpiando establos, todo a cambio de un plato de arroz y frijoles y un techo con goteras.

Salimos corriendo al patio. Los otros peones ya estaban allí, algunos con cubetas de agua, otros solo mirando con los ojos abiertos como platos. Don Ramírez apareció entre las sombras, su figura recortada por el fuego.

—¡Nadie se acerque al galpón!— rugió. Su voz era como un látigo. —¡Esto lo arreglo yo!

Pero el fuego no entiende de órdenes. En cuestión de minutos, el techo del galpón colapsó con un estruendo seco. Un olor extraño se mezcló con el humo: algo más que madera quemada. Emiliano me miró con terror.

—Mamá… ¿qué es ese olor?

No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte.

Esa noche nadie durmió. Don Ramírez nos obligó a regresar a nuestras habitaciones y cerró la puerta con llave desde afuera. El miedo se sentía más pesado que nunca. Emiliano temblaba a mi lado.

—¿Por qué nos encierran?— susurró.

—No lo sé, hijo… pero mañana nos vamos de aquí.

Pero irse no era tan fácil. Al amanecer, Don Ramírez vino a buscarnos. Tenía la cara tiznada y los ojos inyectados de sangre.

—Hoy nadie trabaja. Van a ayudarme a limpiar los restos del galpón. Y si alguien pregunta algo… ya saben lo que les pasa a los chismosos.

Nos miró uno por uno, deteniéndose en Emiliano como si quisiera grabar su miedo en la memoria.

Cuando llegamos al galpón, casi todo era cenizas y escombros humeantes. Pero entre los restos, Emiliano tropezó con algo duro. Se agachó y sacó una caja metálica ennegrecida por el fuego.

—¡Mamá, mira!

La abrí con manos temblorosas. Dentro había papeles chamuscados, fotos viejas y… pasaportes. Todos con nombres distintos, pero las fotos eran de peones que habían desaparecido meses atrás. Recordé a Rosaura, la muchacha salvadoreña que lloraba todas las noches por su hijo; a don Efraín, que decía que solo quería ahorrar para volver a Honduras.

—¿Por qué están aquí sus cosas?— preguntó Emiliano con voz quebrada.

No pude responderle porque Don Ramírez apareció detrás de nosotros como una sombra.

—¡Dame eso!— Nos arrancó la caja de las manos y me empujó tan fuerte que caí sobre las cenizas calientes. Sentí el ardor en la piel y el sabor metálico del miedo en la boca.

Esa noche, mientras fingíamos dormir en nuestra habitación cerrada con llave, escuché pasos afuera y murmullos. Emiliano se acurrucó contra mí.

—Mamá… ¿nos va a pasar lo mismo que a Rosaura?

No podía mentirle. Solo le acaricié el cabello y recé en silencio para que alguien nos salvara.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Don Ramírez estaba más irritable que nunca; vigilaba cada uno de nuestros movimientos y amenazaba con echarnos si hablábamos con alguien del pueblo. Pero Emiliano no podía olvidar lo que habíamos visto.

Una tarde lluviosa, mientras recogíamos café bajo la mirada vigilante del capataz, Emiliano me susurró:

—Mamá… anoche escuché a Don Ramírez hablando por teléfono. Dijo que pronto vendría otro grupo… ¿otro grupo de peones?

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Cuántos habían pasado por aquí antes que nosotros? ¿Cuántos más desaparecerían?

Esa noche tomé una decisión. Teníamos que escapar, aunque eso significara arriesgarlo todo.

Esperamos hasta que todos dormían. Con cuidado, forzamos la ventana trasera —la única sin barrotes— y salimos al patio embarrado por la lluvia. Caminamos descalzos entre charcos y gallinas dormidas hasta llegar al portón trasero.

Pero justo cuando creíamos haberlo logrado, una linterna nos cegó.

—¿A dónde creen que van?— Era Don Ramírez, con su escopeta al hombro.

Me puse delante de Emiliano instintivamente.

—Solo queremos irnos… no diremos nada, se lo juro…

Él sonrió con desprecio.

—Nadie sale de aquí sin mi permiso.

En ese momento escuchamos gritos desde la casa principal. Alguien había llamado a la policía; una vecina había visto el incendio días antes y sospechó algo raro. Las sirenas rompieron el silencio de la noche como una promesa de esperanza.

Don Ramírez intentó huir pero lo detuvieron antes de llegar al portón principal. Nos abrazamos llorando mientras los policías revisaban la finca y encontraban más cajas enterradas bajo tierra: documentos falsos, pertenencias de decenas de migrantes desaparecidos.

Nos llevaron al pueblo para declarar. Nadie podía creer lo que había pasado en esa finca durante tantos años: explotación, amenazas y desapariciones silenciadas por el miedo y la pobreza.

Ahora vivimos en un refugio temporal en Pasto. Emiliano tiene pesadillas todas las noches y yo apenas puedo dormir pensando en los rostros de quienes no lograron escapar.

A veces me pregunto si algún día podré mirar a mi hijo sin sentir culpa por haberlo traído a este infierno buscando una vida mejor. ¿Cuántas madres más tendrán que arriesgarlo todo para proteger a sus hijos? ¿Cuándo dejará nuestra tierra de ser un lugar donde sobrevivir es un acto de valentía?