El Silencio de las Madrugadas
—¿Por qué no me miras, mamá? —La voz de mi hija, Valentina, retumba en la sala blanca del hospital, tan fría como la madrugada que me despertó con su llanto. No sé si es el dolor físico o el peso de los recuerdos lo que me impide girarme hacia ella. Aprieto los ojos, deseando que el tiempo retroceda, que la vida me devuelva a esa mañana en que todo cambió.
La doctora Jimena entra con paso firme, su bata blanca resplandece bajo la luz fluorescente. —Buenos días, mamás. ¿Cómo se sienten hoy? —Su acento costeño rompe el silencio incómodo. Se acerca a mi cama, la de la esquina, donde intento desaparecer entre las sábanas ásperas del hospital público de Barranquilla.
—No finjas que duermes, Mariana. Necesito revisarte —dice con una sonrisa amable pero firme. Me doy vuelta despacio, sintiendo el sudor frío en la espalda. Valentina me observa desde la silla de plástico, su carita pálida y sus ojos grandes llenos de reproche y miedo.
—¿Todo bien con la bebé? —pregunto apenas en un susurro, temiendo la respuesta.
Jimena asiente. —Está fuerte, pero tú necesitas descansar y alimentarte mejor. ¿Has pensado en llamar a alguien de tu familia? —Su mirada se clava en mí como si supiera que no tengo a quién llamar.
Mi madre, Lucía, no ha venido. No sabe que estoy aquí. O tal vez sí lo sabe y simplemente decidió no aparecer. Hace años que no hablamos más allá de lo necesario. Desde aquella noche en que le confesé que estaba embarazada de Valentina y ella me gritó que había arruinado mi vida.
—No quiero verla —le dije a Jimena cuando me preguntó si debía avisarle a alguien. Pero ahora, con el pecho apretado y la soledad mordiéndome los talones, me pregunto si hice bien.
Valentina se acerca y toma mi mano. —Mamá, ¿por qué lloras? ¿Te duele mucho?
No sé cómo explicarle que hay dolores que no se curan con medicinas. Que hay heridas que se abren cada vez que pienso en el padre de mi hija, en las promesas rotas y las noches sin dormir esperando un mensaje que nunca llegó.
—Estoy bien, mi amor —miento—. Solo estoy cansada.
La doctora termina su revisión y se va, dejando tras de sí un olor a desinfectante y a esperanza rota. Valentina se acurruca a mi lado y yo cierro los ojos, recordando la última vez que vi a mi madre.
Fue hace dos años, en la casa vieja del barrio El Prado. Ella estaba sentada en la mesa del comedor, fumando un cigarrillo tras otro mientras yo le suplicaba que me ayudara con Valentina. —No puedo criar otra hija tuya —me dijo sin mirarme—. Ya bastante hice por ti.
Desde entonces, aprendí a sobrevivir sola: trabajando en una panadería por las mañanas y limpiando casas por las tardes. Valentina creció entre vecinas solidarias y ausencias dolorosas. Nunca le hablé mal de su abuela, pero tampoco le conté toda la verdad.
Ahora, postrada en esta cama, siento que el ciclo se repite. ¿Seré yo también una madre ausente para mi hija?
El reloj marca las seis de la mañana cuando escucho pasos apresurados en el pasillo. La puerta se abre de golpe y entra Lucía, mi madre, con el cabello despeinado y los ojos rojos de tanto llorar.
—Mariana… —su voz tiembla—. ¿Por qué no me avisaste?
Valentina corre hacia ella y la abraza con fuerza. Yo no sé si llorar o gritarle todo lo que he guardado durante años.
—No quería molestarte —respondo al fin, sintiendo cómo las palabras se me atragantan.
Lucía se sienta a mi lado y toma mi mano con torpeza. —Eres mi hija… aunque a veces no sepa cómo demostrarlo.
El silencio se instala entre nosotras como una vieja enemiga. Afuera, el sol empieza a calentar los techos de zinc del hospital y los vendedores ambulantes gritan sus ofertas matutinas.
—Mamá… —susurra Valentina—. ¿Vas a quedarte con nosotras?
Lucía asiente y por primera vez en años veo ternura en sus ojos. —Sí, mi amor. Esta vez sí.
Las lágrimas corren libres por mis mejillas mientras abrazo a mi madre y a mi hija al mismo tiempo. Siento que algo se rompe dentro de mí, pero también algo nuevo empieza a crecer: una esperanza tímida, frágil como un suspiro.
Esa noche, mientras Valentina duerme entre nosotras en la estrecha cama del hospital, Lucía me cuenta su verdad: cómo tuvo que criarme sola después de que mi padre nos abandonó; cómo el miedo y la rabia la volvieron dura; cómo nunca supo pedir ayuda ni mostrar cariño.
—Perdóname si te fallé —me dice—. Solo quería que fueras fuerte… para que no sufrieras como yo.
La abrazo con fuerza y le susurro al oído: —Ya no quiero más secretos entre nosotras.
Al día siguiente recibo el alta médica. Salimos juntas del hospital bajo el sol ardiente de Barranquilla. Caminamos despacio hacia la parada del bus, las tres tomadas de la mano como si quisiéramos recuperar todos los años perdidos.
Sé que no será fácil sanar tantas heridas ni romper los ciclos de dolor y silencio que han marcado nuestra familia. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que no estoy sola.
¿Será posible empezar de nuevo? ¿Cuántas veces puede renacer una familia antes de rendirse? Los leo…