El Último Abrazo de Aarón: Un Adiós en el Cementerio de San Miguel

—¡Mamá, no la encuentro! —grité con la voz quebrada, corriendo por el pasillo de nuestra casa de láminas y madera, mientras el sol de la tarde se colaba por los agujeros del techo. El olor a frijoles quemados flotaba en el aire, pero yo solo podía pensar en Lucía, mi hermanita de apenas un año y medio.

La última vez que la vi, estaba sentada en su colchoncito, jugando con una muñeca vieja que le había dado doña Rosa, la vecina. Yo tenía seis años, pero sentía que era su protector. Mamá siempre decía: “Aarón, cuida a tu hermana mientras voy a lavar ropa al río”. Y yo lo hacía. Pero ese día… ese día todo cambió.

Corrí hacia el patio, esquivando los trapos tendidos y los perros flacos que dormían bajo el sol. —¡Lucía! —llamé, mi voz temblando. El silencio me respondió. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que todos lo podían escuchar. Mamá apareció en la puerta, con las manos llenas de jabón y la cara pálida. —¿Dónde está tu hermana? —me preguntó, pero yo solo pude llorar.

La buscamos por todo el barrio. Doña Rosa salió a la calle, gritando su nombre. Los vecinos se unieron a la búsqueda. Alguien dijo que vio a un hombre extraño cerca del portón. Otro murmuró sobre los peligros de dejar a los niños solos. Pero nadie sabía nada.

Horas después, la encontramos. Estaba en el canal de aguas negras, flotando como una muñeca rota. Mamá gritó tan fuerte que los pájaros salieron volando de los árboles. Yo me quedé paralizado, sintiendo que el mundo se partía en dos. Quise correr hacia ella, abrazarla, pero don Ernesto me detuvo. —No, hijo. No la toques— susurró con lágrimas en los ojos.

Esa noche no dormí. Escuchaba a mamá llorar en la cocina, mientras papá golpeaba la mesa y maldecía su suerte. “Si tuviéramos dinero para una casa mejor…”, repetía una y otra vez. Yo me tapé los oídos con la almohada, pero las palabras se metían en mi cabeza como agujas.

El velorio fue en nuestra sala. Lucía estaba en una caja blanca muy pequeña, rodeada de flores marchitas y velas que chisporroteaban con el viento. Los vecinos venían a rezar y a dejar comida que nadie tocaba. Yo me senté junto a ella toda la noche, sosteniendo su manita fría entre las mías.

—¿Por qué te fuiste? —le susurré—. Te prometí que te iba a cuidar…

Mamá se acercó y me abrazó fuerte. —No fue tu culpa, mi amor— dijo entre sollozos—. La vida aquí es dura para todos.

Pero yo no podía dejar de pensar que si hubiera estado más atento, si no me hubiera distraído con los carritos de plástico, Lucía seguiría aquí.

El día del entierro amaneció nublado. Papá no quería que yo fuera al cementerio, pero mamá insistió: “Él necesita despedirse”. Caminamos juntos por las calles polvorientas hasta el cementerio de San Miguel. Los hombres del barrio cargaban el ataúd, pero cuando llegamos a la tumba, mamá me miró a los ojos y preguntó:

—¿Quieres ayudar a despedir a tu hermana?

Asentí sin hablar. Entre papá y yo levantamos la caja blanca. Era tan liviana… como si Lucía ya fuera solo un suspiro.

La bajamos despacio al hueco abierto en la tierra roja. El cura rezó unas palabras que no entendí. Mamá lloraba en silencio; papá apretaba los dientes para no gritar.

Cuando todos se fueron, me quedé solo frente a la tumba recién cubierta. Saqué del bolsillo la muñeca vieja de Lucía y la puse sobre la tierra húmeda.

—Te prometo que nunca te voy a olvidar —dije bajito—. Y algún día vamos a estar juntos otra vez.

Esa tarde regresamos a casa en silencio. Mamá preparó café y pan duro para cenar. Nadie habló durante horas. Solo se escuchaba el zumbido de los mosquitos y el llanto lejano de un bebé en otra casa.

Los días siguientes fueron grises y pesados. Papá empezó a beber más seguido; mamá se encerraba en el cuarto y apenas salía para cocinar o lavar ropa ajena. Yo dejé de jugar con mis amigos; prefería sentarme junto al colchón vacío de Lucía y hablarle como si pudiera escucharme.

Una tarde, mientras barría el patio, escuché a mamá discutir con papá:

—¡No podemos seguir así! —gritó ella—. Aarón necesita ayuda… ¡yo también!

—¿Y qué quieres que haga? —respondió él—. ¿Acaso crees que aquí hay psicólogos gratis? ¡Bastante tengo con buscar trabajo!

Me tapé los oídos otra vez, pero sus voces seguían atravesando las paredes delgadas.

Un día llegó doña Rosa con una bolsa de pan dulce y una sonrisa triste.

—Aarón, vení —me llamó—. Vamos a caminar un rato.

Caminamos hasta el parque del barrio, donde los niños jugaban fútbol descalzos y las mamás conversaban sentadas en las bancas rotas.

—¿Sabés? —me dijo doña Rosa— Cuando mi hijo mayor murió, yo sentí que el mundo se acababa… Pero aprendí que uno tiene que seguir viviendo por los que quedan.

La miré sin entender del todo, pero sus palabras me dieron un poco de consuelo.

Esa noche le pedí a mamá que me leyera un cuento antes de dormir. Ella me miró sorprendida y luego sonrió por primera vez en semanas.

—Claro, mi amor —dijo—. Vamos a intentarlo juntos.

Poco a poco, fuimos aprendiendo a vivir con el dolor. Papá consiguió trabajo como albañil en una construcción lejana; mamá empezó a vender tortillas en la esquina; yo volví a jugar con mis amigos y a ir a la escuela.

Pero cada vez que paso por el canal donde encontramos a Lucía, siento un nudo en el estómago y me detengo a rezar por ella.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos toca sufrir tanto siendo tan pequeños? ¿Será cierto que algún día todo este dolor se convierte en fuerza?