Entre el amor y el abandono: La historia de Doña Rosario
—Abuela, ¿es cierto que mamá te va a llevar a un lugar donde viven solo los viejitos? —La voz de Camila, mi nieta de siete años, me atravesó como un cuchillo mientras caminábamos de regreso a casa. El sol caía fuerte sobre las calles empedradas de nuestro barrio en Guadalajara, y mis tacones resonaban como ecos de mi juventud, pero en ese momento sentí que el mundo se detenía.
Me detuve en seco. —¿Quién te dijo eso, mi niña? —pregunté, tratando de mantener la voz firme.
—Yo escuché a mamá y a papá anoche. Dijeron que ya no puedes vivir sola y que es mejor para todos si vas a ese lugar. Pero yo no quiero que te vayas, abuela —susurró, abrazándose a mi cintura.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Había vendido mi casa en el pueblo para comprar este pequeño departamento en la ciudad, cerca de mis hijos y mis nietos. Había ahorrado cada peso, renunciado a mis flores y a mis gallinas, todo por estar cerca de ellos. ¿Y ahora esto?
Esa noche, mientras preparaba la cena, escuché el murmullo de voces en la sala. Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Mi hija Mariana hablaba con su esposo, Julián.
—Mamá ya no puede estar sola, Julián. El otro día casi se cae en la regadera. Y Camila la quiere mucho, pero yo no puedo estar pendiente todo el tiempo. Entre el trabajo y la casa…
—Lo sé, amor, pero un asilo… ¿No crees que es muy pronto? —respondió él.
—No tenemos opción. Además, así podríamos rentar su departamento y usar ese dinero para pagar el asilo. Es lo mejor para todos —sentenció Mariana.
Me retiré antes de que me vieran. Me temblaban las manos. ¿Cómo podía ser que mi propia hija pensara en deshacerse de mí como si fuera un mueble viejo? Recordé cuando ella era niña y yo trabajaba doble turno para darle lo mejor. Recordé sus enfermedades, sus cumpleaños, sus lágrimas…
Al día siguiente, fingí normalidad. Camila me miraba con ojos tristes mientras desayunábamos pan dulce y café con leche.
—Abuela, ¿te vas a ir? —preguntó bajito.
—No lo sé, mi amor. Pero pase lo que pase, siempre te voy a querer —le respondí, acariciando su cabello.
Esa tarde Mariana llegó temprano del trabajo. Se sentó frente a mí con una carpeta en la mano.
—Mamá, tenemos que hablar —dijo sin rodeos—. He estado pensando mucho en ti y creo que lo mejor es que vayas a una residencia para adultos mayores. Allí tendrás atención médica y compañía. Aquí te puedes caer o enfermar y nadie se daría cuenta hasta horas después…
—¿Y si no quiero ir? —pregunté con voz temblorosa.
—Mamá… no podemos hacernos cargo de ti como mereces. No tengo tiempo ni recursos. Además, Camila necesita espacio y tranquilidad para estudiar…
Sentí rabia e impotencia. —¿Espacio? ¿Tranquilidad? ¿Acaso estorbo tanto?
Mariana bajó la mirada. —No es eso, mamá… Es solo que…
—¡Es solo que ya no me necesitas! —grité sin poder contenerme.
El silencio se hizo pesado. Camila lloraba en su cuarto. Julián no decía nada.
Esa noche no dormí. Pensé en mi vida: en los sacrificios, en los sueños rotos, en la soledad de la vejez. Pensé en mi esposo fallecido hace diez años y en cómo él siempre decía: “Rosario, cuando envejezcamos, nuestros hijos nos cuidarán como nosotros los cuidamos a ellos”. Qué ingenuos fuimos.
Pasaron los días y Mariana insistía con el tema del asilo. Un domingo llegó mi hijo menor, Esteban, desde Monterrey.
—Mamá, ¿qué está pasando? Mariana me llamó preocupada…
Le conté todo entre lágrimas. Esteban me abrazó fuerte.
—No te preocupes, mamá. Si quieres puedes venirte conmigo a Monterrey. No será fácil porque vivo solo y trabajo mucho, pero prefiero eso antes que verte en un asilo.
Mariana se molestó al escuchar esto.
—¡Claro! Como tú nunca estás aquí, no sabes lo difícil que es cuidar a mamá todos los días —le reclamó a su hermano.
—¡Pero tampoco puedes decidir por ella! ¡Es nuestra madre! —respondió Esteban furioso.
La discusión subió de tono hasta que Camila entró llorando al comedor.
—¡Ya basta! ¡No quiero que se peleen por la abuela! ¡Yo quiero que viva con nosotros!
Todos nos quedamos callados. Vi el dolor en los ojos de mis hijos y sentí una mezcla de tristeza y alivio: al menos aún les importaba algo mi destino.
Finalmente decidieron darme tiempo para pensar. Yo también necesitaba reflexionar: ¿era justo obligar a mis hijos a cargar conmigo? ¿Era justo para mí perder mi independencia y mi dignidad?
Una tarde salí a caminar por el parque del barrio. Vi a otras señoras mayores jugando lotería bajo un árbol y sentí una punzada de esperanza. Tal vez podía hacer nuevas amigas, tal vez podía aprender a vivir sola sin depender tanto de mis hijos.
Regresé a casa y reuní a la familia.
—He decidido quedarme en mi departamento —anuncié con voz firme—. Contrataré una señora que me ayude unas horas al día y si algún día ya no puedo valerme por mí misma, entonces sí consideraré irme a una residencia… pero será mi decisión.
Mariana lloró y me abrazó fuerte.
—Perdóname, mamá… Solo quería lo mejor para ti.
—Lo sé hija… Pero lo mejor para mí es sentirme útil y amada, no arrinconada —le respondí.
Desde entonces las cosas cambiaron poco a poco. Mariana venía más seguido a visitarme con Camila; Esteban llamaba cada semana; incluso Julián empezó a invitarme a comer los domingos.
A veces me pregunto: ¿por qué nos cuesta tanto hablar del abandono de los adultos mayores? ¿Por qué olvidamos tan rápido todo lo que hicieron por nosotros?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar o en el lugar de mis hijos? ¿Creen que la familia debe ser siempre la primera opción antes que un asilo?