La Nieve Que No Se Derrite: Una Historia de Esperanza y Dolor en los Andes

—¡María Fernanda, apúrate! —me susurró Tomás, con la voz temblorosa por el frío y la emoción. Afuera, la nieve caía en los Andes como si el cielo hubiera decidido vaciarse sobre nuestro pequeño pueblo de Huancavelica. Era la noche del baile de fin de año escolar, y yo, con mi vestido prestado y los zapatos de mi prima, sentía que por fin algo bueno podía pasarme.

Pero no era tan sencillo. Mi mamá me había advertido: “Nada bueno sale de andar con ese muchacho, hija. Los Tomás siempre han traído problemas”. Pero yo no podía evitarlo. Cuando Tomás me miraba, sentía que el mundo se detenía, que la pobreza de nuestra casa, los gritos de mi papá borracho y las lágrimas de mi hermana menor se desvanecían por un instante.

Esa noche, después del último vals, Tomás me tomó de la mano y salimos corriendo por la puerta trasera del colegio. La nieve nos envolvía, gruesa y silenciosa, como si quisiera protegernos del juicio del pueblo. Caminamos hasta el viejo puente de madera sobre el río Mantaro. Allí, bajo la luz mortecina de un farol, Tomás se detuvo y me miró con una seriedad que nunca le había visto.

—¿Tú crees que algún día podamos salir de aquí? —me preguntó, apretando mis manos heladas entre las suyas.

No supe qué responderle. Yo también soñaba con Lima, con una vida donde no tuviera que esconder mis zapatos rotos ni temerle a los gritos de mi papá. Pero sabía que para nosotros, soñar era casi un pecado.

—Si creemos y esperamos… tal vez sí —le dije, sintiendo cómo la esperanza me dolía en el pecho.

De pronto, escuchamos voces a lo lejos. Era mi hermano mayor, Luis, acompañado de dos amigos. Venían buscándome. Sabía que si me encontraban con Tomás, todo empeoraría. Mi familia odiaba a los suyos desde hacía años, desde que su tío le robó unas ovejas a mi abuelo.

—¡Corre! —me urgió Tomás.

Corrimos entre la nieve, resbalando y riendo nerviosamente. Nos escondimos detrás de una vieja caseta de pastores. Allí, Tomás me abrazó fuerte.

—No quiero perderte —me dijo al oído—. No quiero que te cases con ese primo tuyo solo porque tu familia lo quiere.

Sentí las lágrimas quemándome los ojos. Mi mamá ya había empezado a hablarme del primo Ernesto, que tenía una tiendita en Ayacucho y podía “sacarme de la miseria”. Pero yo no quería una vida comprada por conveniencia.

—No me importa lo que digan —le respondí—. Prefiero morirme aquí contigo que vivir una vida sin amor.

Nos quedamos así un rato, temblando bajo la nieve. De repente, escuchamos pasos cerca. Era Luis. Lo vi acercarse con una linterna y el ceño fruncido.

—¡María Fernanda! ¿Estás loca? ¿Sabes lo que va a decir mamá? —gritó furioso.

Tomás se puso delante de mí.

—No le hagas nada —le dijo a mi hermano—. Yo la cuido.

Luis lo empujó con rabia.

—¡Tú no eres nadie! ¡Vete antes de que te pase algo!

Tomás me miró por última vez, con los ojos llenos de tristeza y miedo. Luego salió corriendo entre la nieve. Luis me agarró del brazo y me arrastró hasta la casa.

Esa noche fue un infierno. Mi mamá lloraba y rezaba en voz alta; mi papá gritaba que yo era una vergüenza para la familia; mi hermana menor se tapaba los oídos para no escuchar los insultos. Me encerraron en mi cuarto y no me dejaron salir ni para ir a la escuela durante una semana.

Pero yo no podía dejar de pensar en Tomás. Cada vez que veía caer la nieve por la ventana, recordaba su abrazo y sus palabras: “Si creemos y esperamos… tal vez sí”.

Pasaron los días y las semanas. El pueblo entero hablaba de mí y Tomás como si fuéramos personajes de una novela barata. Mi mamá insistía en que aceptara al primo Ernesto; mi papá amenazaba con mandarme a Lima a trabajar como empleada doméstica si no obedecía.

Una tarde, mientras ayudaba a mi hermana a hacer la tarea, escuché unos golpes suaves en la ventana. Era Tomás. Había venido a despedirse: su familia se iba a Cusco porque su papá había conseguido trabajo en una mina.

—No puedo quedarme —me dijo con lágrimas en los ojos—. Pero te juro que volveré por ti cuando tenga algo mejor que ofrecerte.

Me abrazó fuerte y me dio un papel doblado: era una carta donde me prometía que nunca dejaría de amarme y que algún día seríamos libres juntos.

Lo vi alejarse entre la nieve, cada paso suyo borrado por el viento helado. Sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Los años pasaron lentos y duros. Mi papá murió en un accidente en la carretera; mi mamá envejeció rápido, consumida por las penas y el trabajo; mi hermana se fue a Lima a buscar suerte. Yo rechacé al primo Ernesto y me quedé sola en el pueblo, trabajando como maestra en la escuelita rural.

A veces llegaban cartas de Tomás desde Cusco o Arequipa: me contaba sus luchas, sus sueños, su nostalgia por mí. Pero nunca pudo volver. La vida era demasiado dura para quienes nacimos pobres en los Andes.

Hoy miro por la ventana mientras cae la nieve otra vez sobre Huancavelica. Sigo esperando a Tomás, aunque sé que tal vez nunca regrese. Pero cada copo blanco me recuerda esa noche mágica en el puente, cuando creímos que el amor podía salvarnos del destino.

¿Vale la pena seguir esperando lo imposible? ¿O será que la esperanza es lo único que nos queda cuando todo lo demás se ha perdido?