Luz tras el horizonte: una mañana en Ciudad de México

—¡Ya levántate, mamá! —gritó Emiliano desde el otro lado de la puerta, pero yo ya estaba despierta. Siempre lo estoy antes de que suene el despertador. Son las 6:48 y, como todos los días, abro las cortinas justo cuando el sol empieza a colarse entre los edificios grises de la colonia. La luz se posa sobre la mesa de la cocina, sobre el mantel deshilachado y el vaso vacío que anoche no quise lavar. Es mi ritual, mi única certeza desde que Lucía desapareció.

No sé por qué sigo haciéndolo. Quizá porque, en algún rincón absurdo de mi corazón, creo que si mantengo la rutina intacta, ella volverá a casa y encontrará todo igual. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si el mundo no se hubiera roto.

Emiliano entra a la cocina arrastrando los pies. Tiene 17 años y los ojos cansados de quien ha visto demasiado para su edad. Se sienta frente a mí y me mira en silencio. Yo le sirvo café, aunque sé que no le gusta. Es lo único que puedo ofrecerle ahora.

—¿Soñaste con ella otra vez? —me pregunta, bajito.

Asiento. No hace falta decir más. En mis sueños, Lucía siempre está vestida con su uniforme azul de secundaria, riendo, corriendo por el pasillo, gritando que va a llegar tarde. Pero cuando despierto, sólo queda el eco de su voz y la luz fría del amanecer.

La policía vino una vez, hace meses. Tomaron fotos, hicieron preguntas, revisaron su cuarto como si buscaran pistas en cada rincón. Pero después dejaron de llamar. «Seguro se fue con un novio», dijeron algunos vecinos. «Quizá se metió en problemas», murmuraron otros. Pero yo sé que Lucía no haría eso. No sin despedirse.

A veces pienso que la ciudad misma se tragó a mi hija. Que entre los puestos del tianguis, los camiones llenos y las calles llenas de baches, alguien la arrancó de mi vida y la escondió donde nadie puede encontrarla. Otras veces me culpo: ¿debí dejarla ir sola a la escuela? ¿Debí escuchar más cuando me decía que tenía miedo de ese hombre que la seguía?

Emiliano termina su café y se levanta sin decir palabra. Lo veo salir con su mochila rota y el uniforme arrugado. Sé que también busca a su hermana en cada rostro desconocido del metro, en cada esquina donde cuelgan carteles de otras niñas desaparecidas.

El teléfono suena y salto como si fuera una bomba. Es mi hermana, Mariana.

—¿Cómo amaneciste hoy? —pregunta con voz suave.

—Igual —respondo—. ¿Tú?

—Soñé con Lucía —me dice—. Estaba en una playa, recogiendo conchitas.

Lloro en silencio mientras Mariana me cuenta su sueño. Ella vive en Veracruz y no ha podido venir desde hace meses. Dice que reza todos los días por Lucía, pero yo ya no sé rezar.

A las 9:00 salgo a trabajar limpiando casas en la colonia Del Valle. El trayecto es largo y pesado; dos horas en metro y microbús, apretada entre desconocidos que también cargan sus propias penas. A veces me pregunto si alguna de esas mujeres habrá perdido a alguien como yo.

En una casa grande y silenciosa limpio ventanas mientras escucho las noticias en la radio: otra joven desaparecida en Ecatepec; otra madre llorando frente a las cámaras; otra marcha convocada para exigir justicia. Me dan ganas de gritar, de romper todo lo que tengo entre las manos, pero sólo aprieto más fuerte el trapo y sigo limpiando.

Al mediodía recibo un mensaje: «Marcha por las desaparecidas este sábado en el Zócalo». Dudo un momento antes de responderle a Teresa, mi vecina: «Sí voy». No sé si servirá de algo, pero necesito sentirme acompañada por otras madres que entienden este dolor.

Regreso a casa al atardecer. Emiliano no ha llegado aún; seguro fue a buscar trabajo o a pegar más carteles con la foto de Lucía. Me siento en la cama de mi hija y huelo su almohada, aunque ya casi no queda rastro de su perfume barato.

De pronto escucho un golpe en la puerta. Mi corazón late tan fuerte que creo que voy a desmayarme.

—¿Quién es? —pregunto temblando.

—Soy yo, mamá —responde Emiliano.

Abro y lo abrazo tan fuerte que casi lo asfixio. Él se deja querer un momento antes de apartarse.

—Hoy vi a una muchacha parecida a Lucía —me dice—. Pero no era ella.

Nos quedamos callados mucho rato. Luego cenamos frijoles recalentados y pan duro mientras afuera la ciudad sigue rugiendo.

Antes de dormir reviso una vez más el celular, esperando un mensaje imposible: «Mamá, estoy bien». Pero sólo hay silencio.

Me acuesto mirando el techo y pienso en todas las madres que mañana abrirán sus cortinas esperando ver regresar a sus hijas. Pienso en la luz del amanecer y en cómo me aferro a ella para no perderme en la oscuridad.

¿Hasta cuándo vamos a vivir así? ¿Cuánto dolor puede soportar un corazón antes de romperse para siempre?