Palabras Calladas en la Madrugada

La llave chirrió en la cerradura y, conteniendo la respiración, me deslicé al departamento. El pasillo estaba oscuro, salvo por una delgada línea de luz que se colaba desde la cocina. Eran más de la medianoche y, como ya era costumbre, mis padres seguían despiertos. Últimamente, las noches se llenaban de susurros tras puertas cerradas, conversaciones que empezaban suaves pero a veces se convertían en discusiones ahogadas.

Me quité los zapatos para no hacer ruido, pero el piso de madera crujió bajo mis pies. Me detuve, el corazón latiendo fuerte. Desde la cocina, la voz de mi mamá, Teresa, se filtró: “¿Otra vez llegó tarde? No podemos seguir así, Ernesto”.

Mi papá respondió con ese tono cansado que últimamente usaba para todo: “No la presiones más. Ya bastante tiene con lo que pasa en la universidad”.

Me quedé quieta, pegada a la pared. No era la primera vez que escuchaba mi nombre en medio de sus discusiones, pero esa noche sentí que algo era diferente. Había un temblor en la voz de mi mamá, una mezcla de miedo y rabia que me heló la sangre.

“¿Y si le pasa algo? ¿Y si termina como tu primo Julián?”, susurró ella.

“Teresa, por favor…”, murmuró mi papá.

No quise escuchar más. Me escabullí hasta mi cuarto y cerré la puerta con cuidado. Me senté en la cama, abrazando las rodillas. Afuera, los autos pasaban veloces por la avenida Insurgentes; adentro, los secretos pesaban más que nunca.

Desde que empezó la crisis en el país, todo cambió en casa. Papá perdió su trabajo en la fábrica y ahora hacía repartos en moto para sobrevivir. Mamá limpiaba casas en Polanco y llegaba agotada, con las manos resecas y los ojos rojos de tanto llorar en silencio. Yo estudiaba psicología en la UNAM, pero últimamente sentía que todo se desmoronaba a mi alrededor.

Esa noche no pude dormir. Me preguntaba qué tanto sabían mis padres de mi vida fuera de casa: las marchas estudiantiles, las noches en casa de Lucía cuando no tenía para el camión de regreso, las veces que pensé en dejarlo todo e irme a buscar trabajo a Monterrey o incluso a cruzar la frontera.

A las seis de la mañana escuché a mamá preparando café. Salí al comedor y ella me miró con esos ojos grandes y tristes.

—¿Dormiste bien, Camila? —preguntó, fingiendo normalidad.

—Sí, ma —mentí.

Papá entró con el casco bajo el brazo. Me miró y sonrió apenas.

—Hoy tengo doble turno —dijo—. Cuídense mucho.

Cuando se fue, mamá se sentó frente a mí. Sus manos temblaban al sostener la taza.

—Camila… —empezó—. ¿Tienes algo que contarme?

La miré fijamente. Por un momento quise decirle todo: el miedo que sentía cada vez que veía una patrulla cerca de la universidad, el dolor de ver a mis amigos irse del país porque aquí no hay futuro, las noches sin dormir pensando en cómo ayudarles a ellos y a nosotros.

Pero solo negué con la cabeza.

—Nada importante —susurré.

Ella suspiró y apretó los labios. Sabía que no le creía, pero tampoco insistió.

Esa tarde fui a casa de Lucía para estudiar. Su mamá nos preparó tamales y nos preguntó si íbamos a ir a la marcha del viernes.

—No sé —dije—. Mis papás están muy preocupados.

Lucía me miró con complicidad.

—Los míos también —dijo—. Pero si no salimos a protestar, ¿quién lo va a hacer?

Me quedé pensando en eso todo el camino de regreso. Al llegar a casa encontré a papá sentado en el sillón, mirando un sobre abierto sobre la mesa. Su expresión era dura; tenía los ojos rojos.

—¿Qué pasó? —pregunté.

Me mostró el sobre: era una carta del banco. Nos iban a desalojar si no pagábamos tres meses de renta atrasada.

—No le digas nada a tu mamá todavía —me pidió—. Voy a ver si consigo otro trabajo.

Me senté junto a él y le tomé la mano. Por primera vez vi a mi papá llorar.

Esa noche cenamos en silencio. Mamá preguntó por qué estábamos tan callados y papá solo dijo que estaba cansado. Yo sentí una rabia sorda crecer dentro de mí: rabia contra el sistema, contra la injusticia, contra esa sensación de impotencia que nos ahogaba cada día un poco más.

Al día siguiente fui a la universidad con una decisión tomada. Me acerqué al grupo estudiantil y les dije que quería ayudar con la organización de la marcha. Sabía que era peligroso; ya habían detenido a varios compañeros por protestar contra los recortes y los abusos policiales. Pero sentía que no podía quedarme callada mientras mi familia se desmoronaba por culpa de un país roto.

Esa noche llegué tarde otra vez. El departamento estaba oscuro y silencioso. Al entrar al pasillo escuché voces bajas desde la cocina:

—No quiero que Camila termine como los desaparecidos del 43 —decía mamá entre sollozos—. No quiero perderla también.

Papá intentaba consolarla, pero su voz sonaba derrotada.

Me quedé ahí parada, sintiendo el peso de sus miedos y sus palabras calladas. Quise entrar y abrazarlos, decirles que todo iba a estar bien, pero no pude moverme.

Esa madrugada lloré sola en mi cuarto. Pensé en Julián, el primo de papá que desapareció hace años cuando intentó cruzar a Estados Unidos buscando una vida mejor; pensé en mis amigos exiliados; pensé en mi familia rota por el miedo y la pobreza.

Al amanecer escribí una carta para mis padres:

“Sé que tienen miedo por mí. Yo también tengo miedo por ustedes. Pero no puedo quedarme callada mientras nos arrebatan todo lo que amamos. Si algún día me pasa algo, quiero que sepan que luché por ustedes, por nosotros.”

Dejé la carta bajo su puerta y salí rumbo a la marcha con el corazón apretado pero firme.

A veces me pregunto si algún día podremos volver a hablar sin miedo ni secretos; si algún día podremos dormir tranquilos sabiendo que estamos juntos y seguros.

¿Hasta cuándo tendremos que callar lo que sentimos para protegernos? ¿Cuántas palabras más se quedarán atrapadas entre nosotros antes de atrevernos a decirlas?