Un día que lo cambió todo: El dolor invisible de Nicolás

—¡Señora, por favor! ¿Me puede ayudar con algo para comer?—

La voz de Nicolás me sorprendió justo cuando apretaba el paso para llegar a tiempo a la oficina. Era una mañana fría de julio en Buenos Aires, y el aliento se me hacía vapor al respirar. Me detuve, dudando. Siempre había pasado de largo, como todos los demás, fingiendo no escuchar. Pero esa vez, algo en su mirada —una mezcla de cansancio y dignidad herida— me obligó a frenar.

—¿Cómo te llamás? —pregunté, sin saber muy bien por qué.

—Nicolás, señora. Antes era «Nico» para mi mamá —respondió, bajando la vista.

Saqué un billete arrugado del bolsillo y se lo extendí. Dudó en tomarlo. Sentí una punzada de vergüenza: ¿acaso pensaba que le estaba haciendo un favor? ¿O era yo la que necesitaba sentirme mejor conmigo misma?

—¿Querés un café? —ofrecí, intentando romper el hielo.

Asintió. Caminamos juntos hasta un barcito de San Telmo. La gente nos miraba raro: yo, vestida de oficina; él, con la ropa sucia y una barba descuidada. El mozo ni siquiera disimuló su desconfianza.

—¿Para él también? —preguntó, señalando a Nicolás con la cabeza.

—Sí, para los dos —respondí, sintiendo el peso de todas las miradas.

Mientras esperábamos el café, Nicolás empezó a contarme su historia. No era lo que yo esperaba. No era un adicto ni un «vago», como tantas veces había escuchado decir en la tele o en boca de mis propios amigos. Había sido albañil, tenía esposa e hijos en La Matanza. Un accidente en la obra lo dejó sin trabajo y, después, sin casa. Su esposa se fue con los chicos a vivir con su suegra. Él se quedó solo, sin documentos ni plata para el colectivo.

—¿Y no podés volver con ellos? —pregunté, sintiendo que la pregunta era cruel.

—No quieren verme así. Dicen que soy una carga. Y yo… no quiero que mis hijos me vean durmiendo en la calle —respondió, apretando el vaso caliente entre las manos.

Me quedé callada. Pensé en mi propio padre, en cómo siempre había tenido miedo de «caer». Recordé las veces que mi mamá decía: «En este país nadie está seguro». Pero nunca lo había entendido hasta ese momento.

Nicolás me contó cómo era dormir bajo los puentes del Riachuelo, cómo la policía los corría cada noche como si fueran basura. Me habló de otros como él: Don Ramón, que había sido maestro; Marta, que vendía flores y dormía con su hija en una plaza; el Flaco Luis, que murió de frío el invierno pasado y nadie reclamó su cuerpo.

—¿Y nadie los ayuda? —pregunté, sintiendo rabia e impotencia.

—A veces vienen los del comedor o alguna iglesia. Pero la mayoría nos mira como si fuéramos invisibles —dijo Nicolás, con una tristeza tan honda que me dolió el pecho.

En ese momento entró una señora elegante al bar y murmuró algo al mozo mientras nos señalaba. El mozo se acercó y dijo:

—Disculpe, señorita, pero algunos clientes se están quejando…

Sentí una mezcla de vergüenza y furia. Miré a Nicolás y vi que ya estaba acostumbrado a ese tipo de humillaciones. Me levanté y le dije:

—Vámonos de acá. No tenemos por qué aguantar esto.

Salimos a la calle y le pregunté si quería que lo acompañara a algún lado. Me dijo que no, que prefería ir solo. Antes de irse, me miró a los ojos y dijo:

—Gracias por escucharme. No sabés lo importante que es eso para nosotros.

Me quedé parada en la vereda, viendo cómo se alejaba entre la gente que lo esquivaba como si fuera una sombra peligrosa. Sentí una rabia sorda contra todos: contra el mozo, contra la señora elegante, contra mí misma por haber sido parte de esa indiferencia durante tanto tiempo.

Esa noche no pude dormir. Pensé en Nicolás y en cuántos más habría como él en mi ciudad, en mi país. Pensé en mi familia, en mis amigos que decían «algo habrán hecho» o «no quieren trabajar» cada vez que veían a alguien durmiendo en la calle. Pensé en las veces que yo misma había repetido esas frases sin pensar.

Al día siguiente volví al mismo lugar con ropa abrigada y comida caliente. Nicolás no estaba. Pregunté por él a otros cartoneros y me dijeron que hacía días que no lo veían. Sentí un vacío enorme, como si hubiera perdido algo importante sin darme cuenta.

Desde entonces no puedo dejar de mirar a los ojos a cada persona que vive en la calle. Ya no puedo fingir que no existen ni justificar mi indiferencia con excusas cómodas. Empecé a colaborar con un comedor barrial y a hablar del tema cada vez que puedo, aunque muchos prefieran cambiar de conversación o mirar para otro lado.

A veces me pregunto si realmente podemos cambiar algo o si estamos condenados a repetir siempre las mismas historias de abandono e injusticia. Pero también sé que escuchar y mirar al otro es el primer paso para romper ese círculo.

¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han pasado de largo sin mirar? ¿Cuánto dolor invisible hay en las calles de nuestras ciudades que preferimos no ver?