Entre el Amor y el Orgullo: El Matrimonio de Mi Hijo y la Búsqueda de la Felicidad
—¿Mamá, puedes sentarte un momento? —la voz de Tomás temblaba, pero sus ojos brillaban con una determinación que no le conocía. Era sábado por la tarde y el sol caía a plomo sobre el patio de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. Yo estaba terminando de colgar la ropa cuando él apareció, nervioso, con las manos sudadas.
Me senté en la silla de mimbre, secándome las manos en el delantal. Sabía que algo importante venía. Tomás nunca había sido bueno para ocultar sus emociones.
—Voy a casarme con Camila —dijo, casi en un susurro.
Sentí que el aire se volvía denso, como si el calor del verano se hubiera metido en mis pulmones. Camila… La muchacha de los tatuajes coloridos y la risa escandalosa, la que venía de Villa 9 de Julio y trabajaba en una peluquería del centro. Apenas la conocía. Había venido a casa dos veces, siempre con una energía arrolladora que chocaba con mi manera reservada de ser.
—¿Estás seguro, hijo? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan dura como mi corazón en ese momento.
—Sí, mamá. La amo —respondió él, mirándome directo a los ojos.
No supe qué decir. Sentí miedo. Miedo a que Tomás sufriera, miedo a que nuestra familia cambiara para siempre. Miedo a lo desconocido. En mi mente se agolpaban los comentarios de mis hermanas, las miradas de los vecinos, los prejuicios que yo misma había aprendido desde chica: “No es de nuestra clase”, “No tiene estudios”, “¿Qué dirán los demás?”
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando el zumbido de los mosquitos y repasando cada momento en que Tomás había sido mi niño: su primer día de escuela, su risa cuando aprendió a andar en bicicleta, sus lágrimas cuando murió su papá. ¿En qué momento había crecido tanto?
Los días siguientes fueron un torbellino. Mi hermana Graciela vino a visitarme y no tardó en dar su opinión:
—¿De verdad vas a permitir esto? Esa chica no es para Tomás. ¿Te imaginás lo que va a decir la tía Marta?
—No sé, Graciela… —balbuceé, sintiéndome más sola que nunca.
Pero Tomás estaba feliz. Lo veía salir temprano para encontrarse con Camila, regresar con una sonrisa tonta y contarme historias sobre ella: cómo cuidaba a su abuela enferma, cómo soñaba con abrir su propio salón de belleza, cómo le gustaba bailar zamba en las peñas del barrio.
Un domingo, Camila vino a almorzar. Trajo empanadas hechas por ella misma y un ramo de flores silvestres. Mi madre, que aún vivía con nosotros, la miró de arriba abajo y luego me susurró al oído:
—Esa chica tiene fuego en la sangre. No sé si es bueno o malo.
Durante la comida, Camila habló poco pero sonrió mucho. Se ofreció a ayudarme en la cocina y me contó cómo aprendió a hacer empanadas con su abuela en Santiago del Estero. Yo la observaba en silencio, buscando defectos, esperando encontrar algo que justificara mis temores.
Pero lo único que vi fue una joven llena de vida, con cicatrices en las manos y una mirada honesta.
La boda fue sencilla: una ceremonia civil en el registro del centro y una fiesta modesta en el club del barrio. Vinieron amigos de ambos lados: los compañeros universitarios de Tomás y las vecinas peluqueras de Camila; mis primas elegantes y los primos ruidosos de ella. Hubo risas, música folklórica y hasta una pelea menor entre dos tíos borrachos.
Yo me senté en una esquina, mirando todo desde lejos. Sentí orgullo por mi hijo y también una punzada de nostalgia por lo que estaba dejando atrás: la familia tradicional que siempre había imaginado para él.
Pero lo peor vino después. Las primeras semanas fueron difíciles. Tomás empezó a pasar más tiempo con la familia de Camila; yo me sentía desplazada, como si ya no tuviera un lugar en su vida. Una tarde discutimos fuerte:
—¡Siempre estás con ellos! ¿Y yo? ¿Ya no te importo? —le grité sin poder contener las lágrimas.
—Mamá, vos siempre vas a ser mi familia —me dijo él, abrazándome—. Pero ahora tengo otra también. Tenés que entenderlo.
Me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía. Me sentí egoísta y vieja. ¿Por qué me costaba tanto aceptar que mi hijo era feliz?
Pasaron los meses y poco a poco fui cediendo. Camila empezó a invitarme a tomar mate los sábados por la tarde; me enseñó a hacer trenzas y hasta me animó a teñirme el pelo con reflejos dorados. Descubrí que detrás de su apariencia rebelde había una mujer fuerte, luchadora, con sueños parecidos a los míos cuando era joven.
Un día recibí una llamada urgente: Camila había tenido un accidente en moto camino al trabajo. Corrí al hospital con el corazón en la boca. Encontré a Tomás llorando en la sala de espera; lo abracé fuerte y sentí que todo lo demás era secundario.
Camila se recuperó lentamente. Durante ese tiempo, yo fui todos los días al hospital; le llevé sopas calientes y le leí novelas para distraerla. Una tarde me tomó la mano y me dijo:
—Gracias por cuidarme como si fuera tu hija.
En ese momento entendí todo: el amor no tiene fronteras ni clases sociales; el amor es elegir todos los días estar para el otro, aunque duela o dé miedo.
Hoy Tomás y Camila tienen un hijo pequeño, Lautaro. Los domingos llenan mi casa de risas y juguetes desparramados por todas partes. A veces pienso en todo lo que casi me pierdo por mis prejuicios y agradezco haber tenido el coraje de cambiar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por miedo al qué dirán? ¿Cuántas madres se pierden la felicidad de sus hijos por no atreverse a mirar más allá del orgullo? ¿Y vos? ¿Te animarías a dejar atrás tus prejuicios por amor?