¿Afortunada o simplemente ingenua? La historia de Lucía, la «suertuda del infortunio»
—¿Y si esta vez sí es para siempre? —me pregunté, mientras el autobús serpenteaba por las montañas chiapanecas, el corazón latiéndome tan fuerte que casi podía oírlo sobre el rugido del motor. Mi amiga Mariana, sentada a mi lado, me miró con esa sonrisa suya, mezcla de burla y ternura.
—Ay, Lucía, tú siempre tan soñadora. ¿No te cansas de esperar milagros? —me dijo, dándome un codazo.
No respondí. ¿Qué podía decirle? Que sí, que estaba cansada de esperar, pero que no sabía vivir de otra forma. Que después de perder a mi papá en ese accidente absurdo cuando tenía quince años, y ver a mi mamá desmoronarse poco a poco, la esperanza era lo único que me quedaba. Que si no creía en los milagros, ¿en qué creía entonces?
Llegamos a San Cristóbal al atardecer. El aire olía a leña y café, y las calles empedradas parecían prometer secretos. Mariana tenía familia allá; su tía Rosa nos recibió con tamales y chocolate caliente. Yo sentí por primera vez en mucho tiempo que pertenecía a algún lugar.
La primera noche, mientras ayudaba a Rosa a lavar los trastes, escuché risas en el patio. Salí y lo vi: Julián. Alto, moreno, con esa mirada entre cansada y traviesa que me hizo sentir vista y vulnerable al mismo tiempo. Era amigo del primo de Mariana y se hospedaba en la casa de al lado.
—¿Eres la amiga chilanga? —me preguntó con acento costeño.
—Sí… bueno, más bien soy de Puebla, pero vivo en CDMX —respondí, torpe.
Se rió. Esa risa…
Esa noche hablamos hasta que el frío nos obligó a entrar. Me contó que era maestro rural en una comunidad cercana, que había crecido sin padre también y que soñaba con cambiar el mundo desde su salón de clases. Yo le conté mis sueños rotos y mis ganas de empezar de nuevo.
Mariana me advirtió:
—No te ilusiones, Lucía. Julián es buena onda pero tiene fama de andar con medio mundo.
Pero yo ya estaba perdida. ¿Cómo no creerle a alguien que te mira como si fueras la única persona en el planeta?
Los días pasaron entre paseos por el mercado, charlas bajo la lluvia y promesas susurradas al oído. Julián me llevó a conocer la escuela donde trabajaba; los niños lo adoraban. Me sentí parte de algo grande por primera vez desde hacía años.
Una tarde, mientras caminábamos por el andador Guadalupe, me tomó la mano y dijo:
—Tú eres diferente, Lucía. Contigo sí me veo construyendo algo real.
Sentí que el mundo se detenía. Esa noche le escribí a mi mamá:
“Mamá, creo que por fin encontré a alguien bueno.”
Pero la felicidad nunca dura mucho en mi vida. El último día de vacaciones, Mariana entró corriendo al cuarto con el celular en la mano.
—Lucía… tienes que ver esto.
Era un mensaje en Facebook: una foto de Julián abrazando a otra chica, con el pie de foto: “Mi amor eterno”. La fecha era de hacía una semana.
Me quedé helada. Mariana intentó consolarme:
—Te lo dije…
Pero yo no lloré. No podía. Solo sentí ese vacío familiar en el pecho, como cuando papá se fue y mamá dejó de reír.
Julián vino a buscarme esa noche.
—No es lo que piensas —dijo, sin poder mirarme a los ojos—. Ella es mi ex… está enferma y no sabe soltarme.
Quise creerle. Quise ser esa Lucía ingenua que siempre espera lo mejor de la gente. Pero algo dentro de mí se rompió.
Regresé a la ciudad sintiéndome más sola que nunca. Mi mamá me recibió con un abrazo largo y silencioso. No preguntó nada; supo leer mi tristeza como solo las madres saben hacerlo.
Pasaron semanas. Mariana me llamaba todos los días:
—¿Ya lo superaste? ¿Ya aprendiste?
Pero yo no sabía qué había aprendido. ¿A no confiar? ¿A no soñar?
Un día recibí un mensaje inesperado: era Julián.
“Perdóname. No supe cómo manejarlo. Te extraño.”
Mi corazón latió fuerte otra vez. ¿Era posible perdonar? ¿Era posible empezar de nuevo?
Fui a verlo una tarde lluviosa en un café del centro. Estaba más delgado, ojeroso.
—Lucía… no quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco puedo dejarla sola ahora que está enferma.
Me sentí atrapada entre la compasión y el orgullo herido.
—¿Y yo? —pregunté— ¿Quién me cuida a mí?
No supo responderme.
Esa noche lloré como no había llorado en años. Lloré por mi papá, por mi mamá, por mí misma y por todas las veces que confundí suerte con resignación.
Los meses siguientes fueron duros. Empecé terapia; mi mamá vendió la casa para mudarnos a un departamento más pequeño y sencillo. Mariana se fue a vivir con su novio a Monterrey y yo sentí que todos avanzaban menos yo.
Pero poco a poco empecé a reconstruirme. Conseguí trabajo en una librería; empecé a escribir mis propias historias en un cuaderno viejo. Aprendí a estar sola sin sentirme vacía.
Un día cualquiera, mientras acomodaba libros en la estantería, entró una señora mayor y me preguntó:
—¿Tú eres Lucía? La hija de Carmen…
Asentí sorprendida.
—Tu mamá me habló mucho de ti cuando trabajábamos juntas en el hospital —dijo—. Siempre decía que eras fuerte como ella nunca pudo serlo.
Esa noche abracé a mi mamá más fuerte que nunca y le dije:
—Gracias por enseñarme a resistir incluso cuando todo parece perdido.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿fui afortunada o simplemente ingenua? ¿La suerte existe o solo es otra forma de llamar a las segundas oportunidades?
¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena seguir creyendo en los milagros después de tanto golpe? Los leo.