Amar en Grande: La Historia de Camila y Andrés

—¿De verdad crees que alguien como él puede amarte? —La voz de mi madre retumbó en la sala, tan fría como el viento que se colaba por la ventana rota de nuestra casa en Barranquilla. Yo tenía las manos sudorosas, apretando el borde de la mesa, mientras Andrés, sentado a mi lado, intentaba sostener mi mirada.

No era la primera vez que escuchaba esas palabras. Desde niña, mi cuerpo fue tema de conversación: «Camila, si bajas unos kilitos te verías tan bonita», «¿No crees que deberías comer menos arroz?». Pero nunca dolió tanto como ese día, cuando el amor de mi vida estaba ahí, dispuesto a enfrentar al mundo conmigo.

Andrés no era el hombre que mi familia esperaba para mí. Era delgado, alto, con una sonrisa tímida y unos ojos que parecían ver más allá de lo evidente. Nos conocimos en la universidad, en una clase de literatura latinoamericana. Yo leía a Rosario Castellanos y él me prestó su cuaderno porque olvidé el mío. Desde entonces, nuestras vidas se entrelazaron entre libros, cafés y largas caminatas por el malecón.

Pero para mi familia, y para muchos en nuestro barrio, era inconcebible que un hombre como él pudiera amar a una mujer como yo. «Seguro está contigo por lástima», murmuraban las vecinas. «O porque no consigue nada mejor». Andrés me abrazaba fuerte cada vez que escuchábamos esos comentarios, pero yo sentía cómo se me partía el alma.

Una noche, después de una discusión especialmente dura con mi hermana Laura —quien siempre fue la favorita por ser «la flaquita»—, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Andrés tocó la puerta suavemente:

—Cami, ¿puedo pasar?

—No quiero que me veas así —le respondí entre sollozos.

—Así cómo, ¿humana? —dijo él, y su voz me hizo reír a pesar del dolor.

Me miró a los ojos y me dijo algo que nunca olvidaré:

—Yo te amo entera, Camila. No por lo que esperan los demás, sino por lo que eres. Y si algún día decides dejarme, que sea porque ya no me amas, no porque otros te convencieron de que no mereces amor.

Esa noche decidí que no iba a dejar que nadie dictara mi felicidad. Pero la batalla apenas comenzaba.

Cuando anunciamos nuestro compromiso, la reacción fue peor de lo esperado. Mi tía Rosa se persignó como si hubiera escuchado una blasfemia. Mi papá ni siquiera levantó la vista del televisor. Solo mi abuela Carmen me abrazó y susurró: «El amor verdadero es para valientes».

La boda fue sencilla pero hermosa. Mis amigas del colegio decoraron el salón comunitario con flores de papel y Andrés lloró al verme entrar con un vestido blanco que mi mamá había intentado convencerme de cambiar por uno «menos ajustado». Pero yo quería sentirme hermosa y libre, aunque fuera solo por un día.

Los comentarios no cesaron después del matrimonio. En el supermercado, una señora le preguntó a Andrés si era mi hermano. En la iglesia, el padre nos miraba raro cuando nos tomábamos de la mano. Incluso en redes sociales recibíamos mensajes anónimos: «¿No te da vergüenza salir con una gorda?», «Seguro te va a dejar por alguien mejor».

Pero entonces llegó Luciana, nuestra hija. Cuando la tuve en brazos por primera vez, sentí que todo el dolor había valido la pena. Era perfecta: cachetona, risueña y con los mismos ojos grandes de su papá. La familia se rindió ante ella; hasta mi mamá empezó a visitarnos más seguido para verla reír.

Aun así, los miedos seguían ahí. Una tarde, mientras jugaba con Luciana en el parque, escuché a dos mamás cuchicheando:

—Pobre niña, ojalá no herede el cuerpo de la mamá.

Me dolió más por Luciana que por mí. Esa noche le conté a Andrés lo que había pasado y él me abrazó fuerte:

—Vamos a enseñarle a nuestra hija a amarse como es —me dijo—. Y a no dejarse definir por nadie.

Empecé a escribirle cartas a Luciana para cuando sea mayor. Le cuento cómo su papá y yo luchamos contra los prejuicios y cómo aprendí a quererme poco a poco. Le hablo de las veces que dudé de mí misma y de cómo ella me enseñó que el amor propio es una batalla diaria.

Hoy Luciana tiene tres años y cada vez que me mira con esos ojos llenos de vida siento que todo valió la pena. Andrés sigue tomándome de la mano en público y ya no me escondo detrás de ropa holgada ni bajo la cabeza cuando alguien me mira raro.

A veces pienso en todas las mujeres como yo, en todas las Camilas que crecen creyendo que su valor depende de un número en la balanza o del tamaño de su ropa. Pienso en lo difícil que es amar(se) en un mundo que te enseña a odiarte desde niña.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que los prejuicios decidan quién merece ser feliz? ¿Cuántas historias como la mía se quedan calladas por miedo o vergüenza?

Yo elegí amar en grande. ¿Y tú? ¿Te atreverías a desafiar lo que otros esperan de ti para buscar tu propia felicidad?