Cada Peso Vigilado: Mi Vida Bajo el Control de Mi Esposo

—¿Otra vez compraste pan, Mariana? ¿No ves que ayer sobró?— La voz de Julián retumbó en la cocina, mientras yo apretaba la bolsa con las monedas que me había dado esa mañana. Sentí el sudor frío en la espalda. No era la primera vez que me cuestionaba por algo tan simple. Pero en nuestra casa, cada peso tenía dueño, y ese dueño no era yo.

Recuerdo la primera vez que Julián me pidió las facturas del supermercado. Fue hace más de diez años, cuando recién nos mudamos a la casa de su madre en un barrio popular de Córdoba. «Es para llevar las cuentas claras, Mari», me dijo con una sonrisa que entonces me pareció tierna. Yo venía de una familia humilde, donde el dinero nunca sobraba, pero tampoco era motivo de miedo. Con Julián, todo cambió.

Al principio pensé que era normal. Que los hombres eran así, cuidadosos con la plata. Pero pronto entendí que no era cuidado: era control. Si gastaba veinte pesos de más, había discusión. Si no podía justificar un gasto, había silencio frío durante días. Si quería comprarme un shampoo diferente, tenía que pedir permiso.

—¿Por qué no confías en mí?— le pregunté una noche, mientras él revisaba los tickets bajo la luz amarilla del comedor.

—No es eso, Mariana. Es que vos no sabés administrar. Mirá tu mamá, siempre endeudada— respondió sin mirarme.

Me dolió. Pero me callé. Porque tenía miedo de que se enojara más. Porque ya no tenía amigas con quien hablar: él decía que eran «malas influencias» y poco a poco fui perdiendo contacto con todas. Mi mundo se redujo a mi hija Lucía, la escuela y la casa.

El control fue creciendo como una sombra. Si necesitaba ropa interior nueva, tenía que mostrarle la vieja para justificar la compra. Si Lucía quería ir al cine con sus compañeras, yo tenía que pedirle plata a Julián y explicarle para qué era cada peso.

Una tarde, mi hermana Florencia vino a visitarme sin avisar. Me encontró llorando en el patio, con las manos llenas de tierra porque estaba plantando unas flores viejas que encontré tiradas en la vereda.

—¿Qué te pasa, Mari?— preguntó preocupada.

—Nada, Flor. Cosas de la casa— respondí rápido, limpiándome la cara con la manga.

Ella insistió y terminé contándole un poco. No todo. Me daba vergüenza admitir que no podía comprar ni un alfajor sin permiso.

—Eso no es normal, Mariana. Eso es violencia— me dijo firme.

Me quedé helada. ¿Violencia? Yo pensaba que la violencia era otra cosa: gritos, golpes, insultos. Pero Florencia me habló del control económico, de cómo muchas mujeres en el barrio estaban igual o peor.

Esa noche no pude dormir. Miré a Julián roncando a mi lado y sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo llegué hasta acá? ¿En qué momento dejé de ser yo?

Pasaron meses hasta que me animé a buscar ayuda. Un día, después de una discusión porque gasté cien pesos en útiles para Lucía sin avisar, sentí que ya no podía más. Fui al centro comunitario del barrio y hablé con una trabajadora social llamada Verónica.

—No estás sola, Mariana— me dijo mientras me daba un mate caliente—. Hay muchas mujeres pasando por lo mismo. Podemos ayudarte.

Empecé a ir a los talleres de mujeres los miércoles por la tarde. Al principio sentía culpa por salir de casa sin decirle a Julián adónde iba. Pero después empecé a sentir alivio: por fin podía hablar sin miedo, escuchar historias parecidas a la mía y aprender sobre mis derechos.

Un día Verónica me acompañó al banco para abrir una cuenta a mi nombre. Me temblaban las manos mientras firmaba los papeles. Era la primera vez en años que tenía algo propio: una tarjeta, una libreta con mi nombre.

No fue fácil enfrentar a Julián cuando se enteró. Hubo gritos, amenazas y lágrimas. Pero esta vez no me callé.

—No soy tu hija ni tu empleada, Julián. Soy tu esposa y merezco respeto— le dije temblando pero firme.

Él se fue dando un portazo esa noche y yo sentí miedo, pero también alivio. Por primera vez en mucho tiempo dormí tranquila.

Hoy sigo luchando por mi independencia. No todo está resuelto: Julián sigue viviendo en casa porque no tenemos otra opción económica por ahora, pero ya no puede controlar cada peso que gasto. Lucía me mira con otros ojos; creo que está orgullosa de mí.

A veces me pregunto cuántas Marianas hay en los barrios de Latinoamérica, cuántas mujeres viven contando monedas bajo la mirada vigilante de un hombre que dice amarlas pero las asfixia con su control.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar este tipo de violencia? ¿Cuándo vamos a animarnos a hablar y pedir ayuda? Yo di el primer paso… ¿y vos?