Cuando la Amistad Duele: La Historia de Ana y Yo

—¿Por qué no contestas, Ana? —susurré entre sollozos, apretando el celular contra mi pecho como si pudiera exprimir de él una respuesta, una señal de vida. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de mi casa en San Salvador, y cada trueno parecía burlarse de mi soledad.

Veinte años atrás, Ana y yo éramos inseparables. Nos conocimos en la primaria, cuando compartíamos pupitre y sueños de escapar algún día del barrio polvoriento donde crecimos. Ella era la valiente, la que enfrentaba a los chicos que nos molestaban; yo, la que le curaba las rodillas raspadas y le prestaba mis cuadernos. «Somos hermanas del alma», decíamos, jurando nunca fallarnos.

La vida en El Salvador no es fácil para nadie, mucho menos para dos mujeres sin apellido importante ni dinero. Pero juntas sobrevivimos a todo: la violencia en las calles, los apagones eternos, el miedo a que nuestros hermanos no volvieran a casa por culpa de las pandillas. Cuando Ana perdió a su papá en un asalto, fui yo quien la sostuvo. Cuando mi mamá enfermó y no había dinero para medicinas, fue Ana quien vendió sus aretes para ayudarme.

Pero el tiempo pasa y las heridas cambian de forma. Ana se casó con Mauricio, un tipo callado que nunca me cayó bien. «No te preocupes, siempre seremos tú y yo», me decía ella, pero poco a poco las llamadas se hicieron menos frecuentes. Yo entendía: el trabajo en la maquila, los hijos, la rutina… Pero aún así, cada vez que me necesitaba, ahí estaba yo. Cuando Mauricio la dejó por otra mujer y ella se quedó con dos niños pequeños y una deuda enorme, fui yo quien le llevó comida y cuidó a los niños mientras ella lloraba en mi regazo.

Por eso, cuando mi mundo se vino abajo hace un año, jamás imaginé que estaría sola. Todo empezó con una llamada del hospital: mi hermano menor había sido herido en un tiroteo. Corrí desesperada, llamando a Ana una y otra vez. «No puedo ahora, estoy ocupada», fue su único mensaje en WhatsApp. Pensé que era el estrés del momento. Pero los días pasaron y Ana no apareció ni preguntó cómo estaba mi hermano.

Mi familia se desmoronaba. Mi mamá cayó en depresión y yo tuve que dejar mi trabajo para cuidar a todos. Las cuentas se acumulaban y el miedo me quitaba el sueño. Llamé a Ana una vez más:

—Ana, por favor… solo necesito hablar contigo.

Silencio. Ni siquiera un mensaje leído.

Al principio busqué excusas para ella: tal vez estaba enferma, tal vez tenía problemas peores que los míos. Pero luego vi en Facebook una foto suya celebrando el cumpleaños de su hijo con amigos del barrio. Yo no estaba invitada.

La rabia me quemó por dentro. ¿Cómo podía ser tan fácil para ella olvidarme? ¿Acaso veinte años de amistad no significaban nada? Recordé todas las veces que me quedé sin comer para ayudarla, todas las noches en vela escuchando sus penas…

Una tarde decidí ir a buscarla. Caminé bajo el sol ardiente hasta su casa en Soyapango. Toqué la puerta con fuerza. Salió su hijo mayor.

—¿Está tu mamá?

—Dice que no puede verte —respondió sin mirarme a los ojos.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Me fui sin mirar atrás.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi hermano murió y apenas pude juntar dinero para el entierro. Nadie de la familia de Ana apareció. Ni una llamada, ni un mensaje.

El dolor se mezcló con la vergüenza: ¿cómo pude ser tan ingenua? ¿Cómo no vi las señales? Mi mamá me decía: «La gente cambia cuando ya no te necesita». Pero yo no quería creerlo.

Pasaron los meses y aprendí a vivir sin Ana. Me refugié en mi tía Carmen y en mis primas, quienes aunque no siempre estaban de acuerdo conmigo, nunca me dejaron sola. Empecé a trabajar vendiendo pupusas en la esquina para sobrevivir. Cada vez que veía pasar a alguien con el cabello largo y oscuro como el de Ana, sentía un nudo en el estómago.

Un día recibí un mensaje inesperado:

—Perdón por todo —escribió Ana—. No supe cómo estar ahí para ti.

No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que su ausencia dolía más que cualquier traición? ¿Que ya no sabía si quería volver a confiar?

A veces me pregunto si la amistad es solo cuestión de estar cuando todo va bien o si realmente somos capaces de sostenernos cuando la vida nos arrastra al fondo. ¿Cuántos amigos verdaderos tenemos en realidad? ¿Vale la pena seguir creyendo?

Hoy sigo adelante, más fuerte pero también más desconfiada. Aprendí que a veces el mayor dolor viene de quienes más amamos.

Y ahora les pregunto: ¿alguna vez sintieron que una amistad les rompió el corazón más que cualquier amor? ¿Vale la pena perdonar o es mejor aprender a soltar?