El amor de una abuela contra la educación moderna: ¿soy yo el problema?

—¡Mamá, ya te dije que no le des más dulces a Emiliano!— gritó Fernanda desde la cocina, mientras yo, con las manos temblorosas, le ofrecía a mi nieto una paleta de tamarindo. Emiliano me miró con esos ojitos grandes, llenos de ilusión, y yo no pude negarme. ¿Cómo decirle que no a esa carita? Pero Fernanda, mi nuera, apareció como un huracán y me arrebató la paleta de las manos.

—¿Por qué siempre tienes que consentirlo?— me reclamó, con esa voz fría que me hacía sentir tan pequeña.

Me quedé callada. No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde que Emiliano nació, sentí que mi misión era llenarlo de amor, de dulzura, de esos pequeños placeres que la vida me negó cuando era niña en un pueblito de Jalisco. Pero para Fernanda, todo era diferente: horarios estrictos, cero azúcar, nada de televisión, ni un minuto más allá de las ocho en la cama. Yo no entendía ese mundo tan rígido.

Esa noche, mientras lavaba los trastes en silencio, escuché a Fernanda hablar con mi hijo, Alejandro. —Tu mamá no entiende límites. Si sigue así, prefiero que no venga más—. Sentí un nudo en la garganta. ¿De verdad estaba a punto de perder a mi nieto por quererlo demasiado?

No pude dormir. Me revolvía en la cama recordando cuando Alejandro era niño y yo hacía lo imposible para que no le faltara nada. Trabajé de costurera, vendí tamales en la esquina y hasta limpié casas ajenas para sacarlo adelante. Nunca tuve tiempo para reglas estrictas; solo tenía amor y ganas de verlo feliz. ¿Eso estaba mal?

Al día siguiente, llegué temprano a la casa de Alejandro con una bolsa de pan dulce. Emiliano corrió a abrazarme. —¡Abue! ¿Me trajiste conchas?—

—Claro, mi niño— le respondí, sintiendo cómo se me llenaba el corazón.

Pero Fernanda me miró con desaprobación. —María, ¿otra vez pan? Ya te dije que Emiliano está a dieta.—

Me senté en la sala, sintiendo el peso del rechazo. Emiliano se acercó y me susurró: —No te vayas, abue.—

Quise llorar ahí mismo. ¿Cómo explicarle a un niño que el amor puede ser motivo de enojo?

Pasaron los días y las visitas se hicieron menos frecuentes. Alejandro me llamaba cada vez menos; Fernanda siempre tenía una excusa: que Emiliano tenía tarea, que estaban ocupados, que el niño se enfermó. Yo sabía la verdad: me estaban alejando poco a poco.

Una tarde lluviosa, decidí ir sin avisar. Toqué la puerta y escuché pasos apresurados. Fernanda abrió apenas una rendija.

—¿Qué necesitas, María?—

—Solo quería ver a Emiliano… le traje un suéter tejido por mí.—

Fernanda suspiró y negó con la cabeza.—No es buen momento.—

Sentí cómo se me rompía el alma. Caminé bajo la lluvia hasta la parada del camión, abrazando el suéter como si fuera mi propio corazón herido.

Esa noche, Alejandro me llamó. —Mamá, tienes que entender que las cosas han cambiado. Fernanda y yo queremos criar a Emiliano diferente.—

—¿Diferente cómo? ¿Sin cariño? ¿Sin abuela?— le respondí entre sollozos.

—No es eso… solo queremos lo mejor para él.—

Colgué sin decir más. Me sentí vieja, inútil, fuera de lugar en un mundo donde el amor parece tener reglas y condiciones.

Los días se volvieron grises. Mis amigas en el mercado decían que no era la única; muchas abuelas estaban siendo apartadas por nueras modernas que todo lo quieren controlar: la comida, los juegos, hasta los abrazos.

Un domingo cualquiera, mientras veía fotos viejas de Alejandro jugando en el patio de tierra con sus primos, recibí una llamada inesperada.

—Abue… soy Emiliano.—

Mi corazón saltó de alegría.—¡Mi niño! ¿Cómo estás?—

—Te extraño… ¿puedes venir a mi festival de la escuela?—

Sentí una esperanza nueva. Al día siguiente me arreglé como nunca y llegué temprano al festival. Vi a Emiliano bailar vestido de charro; cuando terminó corrió a abrazarme frente a todos.

Fernanda me miró desde lejos. Se acercó y me dijo en voz baja:

—No quiero pelear más, María. Solo quiero lo mejor para Emiliano.—

La miré a los ojos y le respondí:

—Yo también quiero lo mejor para él… pero el amor de abuela nunca ha hecho daño a nadie.—

Nos quedamos en silencio largo rato. No sé si algún día entenderá mi forma de amar; tampoco sé si yo podré adaptarme a sus reglas modernas.

Hoy sigo esperando cada llamada, cada visita. A veces siento que el mundo se mueve demasiado rápido y nosotras, las abuelas, quedamos atrás como recuerdos viejos en un álbum polvoriento.

Pero sigo aquí, con el corazón abierto y los brazos listos para abrazar a Emiliano cuando él lo necesite.

¿De verdad puede el cariño hacer daño? ¿O será que el mundo moderno ha olvidado el valor del amor sencillo?