El Corazón de Mariana: Una Luz en la Oscuridad del Hospital
—¡No puede ser! ¿Cómo pueden dejarla morir así? —La voz de la señora Rosa retumbó en la sala, rompiendo el silencio tenso que se había instalado desde que los médicos salieron, negando la operación que necesitaba para seguir viva.
Yo, Mariana Jiménez, tenía quince años y el corazón roto, literal y figuradamente. El dolor en mi pecho era tan intenso que apenas podía respirar. Pero más dolía el abandono: hacía apenas seis meses, un accidente de autobús en la carretera de Puebla me había dejado sin padres y sin rumbo. La casa hogar a la que me enviaron era fría, llena de gritos y miradas vacías. Ahora, el hospital público de la Ciudad de México era mi único refugio, aunque aquí tampoco parecía haber lugar para mí.
—No hay autorización, ni recursos, ni familiares responsables —dijo el doctor Ramírez, sin mirarme a los ojos. Sentí que mi vida se deslizaba entre papeles y sellos, como si fuera solo un expediente más.
La señora Rosa era la saliente del turno nocturno. Siempre olía a jabón barato y café recalentado. Nadie le prestaba mucha atención, pero yo sí. Ella era la única que me traía pan dulce escondido en su bolso y me hablaba como si fuera su nieta.
—¿Y si fuera tu hija? —le gritó Rosa al doctor, con lágrimas en los ojos. Él solo bajó la cabeza y salió apurado.
Me quedé sola en la penumbra, escuchando el pitido monótono del monitor. Afuera, los gritos de otros pacientes se mezclaban con el bullicio lejano del tráfico. Pensé en mis padres, en cómo mi mamá me abrazaba cuando tenía miedo. Ahora solo tenía miedo y frío.
Esa noche, Rosa se sentó a mi lado. Me acarició el cabello y me susurró:
—No te preocupes, mi niña. Yo no te voy a dejar morir aquí.
No entendí lo que quería decir. Solo sentí su mano cálida y su voz firme. Me quedé dormida pensando en ella.
A la mañana siguiente, todo cambió. Los médicos seguían negándose a operarme. Decían que sin un tutor legal o dinero para cubrir los materiales, no podían hacer nada. Vi cómo otros pacientes eran atendidos porque sus familias pagaban o porque tenían palancas. Yo solo tenía a Rosa.
Esa tarde, mientras el sol caía sobre los ventanales sucios del hospital, escuché un alboroto en el pasillo. Rosa entró corriendo con una bolsa grande y una mirada decidida.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡Esta niña tiene derecho a vivir!
Sacó de la bolsa varios sobres llenos de billetes arrugados. Eran las propinas que había juntado durante años limpiando pisos y cambiando sábanas.
—Aquí está el dinero para los materiales —dijo, temblando—. Y si necesitan un tutor, yo firmo por ella.
Los médicos se quedaron helados. La jefa de cirugía, la doctora Martínez, se acercó con los ojos llenos de lágrimas.
—Rosa… ¿estás segura? Esto puede traerte problemas.
—Prefiero perder mi trabajo antes que perder mi alma —respondió Rosa.
En ese momento, todos los presentes rompieron a llorar. Las enfermeras se abrazaron. Los camilleros dejaron caer las camillas y se taparon la cara. Hasta el doctor Ramírez se secó una lágrima antes de salir corriendo al quirófano.
Me llevaron a cirugía esa misma noche. Recuerdo las luces blancas, las manos temblorosas de Rosa apretando las mías antes de dormirme bajo la anestesia.
Desperté días después con un dolor nuevo pero distinto: era el dolor de una herida cerrándose, no el de un corazón muriendo. Rosa estaba ahí, dormida en una silla junto a mi cama.
Pasaron semanas antes de que pudiera caminar otra vez. El hospital entero hablaba de lo que había hecho Rosa. Algunos decían que era una loca; otros, que era una santa. Yo solo sabía que me había salvado la vida cuando todos los demás me dieron la espalda.
Un día vino una trabajadora social del DIF:
—Mariana, ¿quieres irte a una casa hogar nueva? Hay cupo en Toluca…
Miré a Rosa y le tomé la mano.
—¿Puedo quedarme contigo?
Rosa lloró como nunca antes la había visto llorar.
—Claro que sí, mi niña —me dijo—. Ya eres parte de mi familia.
Hoy escribo esto desde nuestro pequeño departamento en Iztapalapa. No tenemos mucho: dos camas viejas, una mesa coja y muchas plantas en las ventanas. Pero tengo algo que no se compra ni se vende: un hogar y un corazón nuevo, gracias al valor de una mujer invisible para muchos pero gigante para mí.
A veces me pregunto: ¿Cuántos niños como yo siguen esperando que alguien vea su dolor? ¿Cuántas Rosas hacen falta para cambiar nuestro país? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en su lugar?