El cumpleaños de mi hija y el silencio que nos separa
—¿Por qué no viniste, mamá? —La voz de Mariela retumba en mi cabeza, aunque nunca la escuché decirlo en persona. Porque ni siquiera me llamó. Ni una invitación, ni un mensaje. Hoy es su cumpleaños número treinta y cinco y yo estoy sentada en la mesa de la cocina, mirando el teléfono como si fuera a sonar por arte de magia.
Me llamo Rosa Elena, tengo sesenta años y hace tres que no consigo trabajo. Desde que murió mi esposo, Ernesto, la casa se volvió demasiado grande y el silencio demasiado pesado. Mariela se fue a vivir con su pareja a otra ciudad, y desde entonces nuestras conversaciones se han vuelto cada vez más cortas, más frías. A veces me pregunto si fui yo la que puso esa distancia, o si fue la vida misma la que nos empujó a lados opuestos.
Recuerdo cuando Mariela era niña y corría por el patio de tierra en nuestra casa de Córdoba. Yo le gritaba que tuviera cuidado con los perros del vecino, y ella se reía, descalza, con los pies llenos de barro. Ahora, ni siquiera sé si todavía le gusta el chocolate o si prefiere la torta de zanahoria. ¿En qué momento dejé de conocerla?
Hoy, mientras el sol cae detrás de los álamos del barrio, me siento a escribirle un mensaje. «Feliz cumpleaños, hija. Te extraño.» Lo borro tres veces antes de enviarlo. ¿Será suficiente? ¿O será demasiado tarde?
El teléfono permanece en silencio. Me levanto para preparar un mate, pero la yerba está húmeda y el agua tibia. Todo parece salir mal últimamente. Me miro en el reflejo de la ventana: las arrugas alrededor de mis ojos cuentan historias que nadie quiere escuchar.
Cuando Ernesto murió, Mariela estaba terminando la universidad. Yo me encerré en mi dolor y ella en sus estudios. Nunca hablamos realmente del vacío que dejó su papá. Solo recuerdo una noche en que la escuché llorar en su cuarto, pero no supe qué decirle. Tal vez ahí empezó todo.
—Mamá, no entiendo por qué siempre estás tan distante —me dijo una vez Mariela por teléfono, hace un año.
—No es eso, hija. Es que no quiero molestarte —le respondí.
—No me molestas. Pero tampoco me buscas.
Esa conversación terminó con un silencio incómodo y una excusa para cortar rápido. Desde entonces, nuestras llamadas se volvieron mensuales, luego trimestrales. Ahora, ni siquiera eso.
Mis amigas del barrio me dicen que los hijos son así: crecen y se van. Pero yo veo a otras madres en la plaza con sus nietos, riendo juntas, compartiendo mates bajo la sombra de los árboles. ¿Por qué yo no puedo tener eso?
Hace unos meses intenté buscar trabajo como cajera en el supermercado del centro. Me dijeron que era «demasiado mayor» para el puesto. Salí llorando al colectivo, sintiéndome inútil y vieja. No quise contarle a Mariela; no quería preocuparla ni parecerle una carga.
A veces pienso que si tuviera un trabajo podría invitarla a almorzar afuera, comprarle un regalo bonito para su cumpleaños o ayudarla con algo. Pero solo tengo esta pensión mínima y una casa llena de recuerdos.
Esta noche, mientras la ciudad se apaga poco a poco, escucho risas en la casa de al lado. Es la familia Gómez; celebran el cumpleaños del nieto menor. Me asomo por la ventana y veo a la abuela abrazando a su hija. Siento una punzada en el pecho.
Me acuerdo de una pelea que tuve con Mariela cuando tenía diecisiete años. Quería irse a un viaje con sus amigas a Mendoza y yo no la dejé porque no tenía dinero para ayudarla ni confianza en que estuviera segura sola. Me gritó que era una egoísta y que nunca la entendía. Esa noche lloramos las dos en habitaciones separadas.
¿Será que nunca aprendí a pedir perdón? ¿O será que nunca supe cómo acercarme sin miedo a ser rechazada?
El teléfono vibra de repente. Es un mensaje de Mariela: «Gracias, mamá. Estoy ocupada hoy, pero hablamos pronto.»
Leo esas palabras una y otra vez. No hay enojo ni cariño explícito; solo distancia educada. Me pregunto si alguna vez podremos volver a ser madre e hija como antes.
Me siento en la cama y cierro los ojos. Recuerdo las veces que le cantaba para dormir cuando era niña: «Duérmete mi niña, duérmete ya…» Ahora soy yo la que necesita una canción para calmar este dolor sordo.
Quizás mañana me anime a llamarla y decirle lo que nunca le dije: que lamento mis errores, que extraño sus abrazos y que todavía sueño con verla reír como cuando era chica.
¿Será posible reconstruir lo que se rompió? ¿O algunas heridas simplemente nunca sanan?
A veces me pregunto: ¿cuántas madres estarán hoy sentadas frente al teléfono esperando una llamada? ¿Cuántas hijas sienten lo mismo pero no saben cómo decirlo? ¿De verdad es tan difícil volver a empezar?