El filtro de la bondad: Un sueño que debe hacerse realidad
—¿Por qué siempre tienes que meterte en problemas que no son tuyos, Mariana? —La voz de Julián retumbó en el pequeño comedor, mientras yo sostenía el celular con la noticia aún fresca en la pantalla.
No respondí de inmediato. Sentí ese nudo en la garganta, esa mezcla de rabia y tristeza que me invade cada vez que alguien me dice que no vale la pena ayudar. Afuera, los cláxones y el bullicio de la colonia Narvarte seguían su curso, indiferentes a mi dilema.
—No es un problema, Julián —le dije, tratando de mantener la calma—. Es una oportunidad. ¿Recuerdas cuando me dijiste que te avisara si escuchaba de alguien que necesitara ayuda, incluso antes de que lo pidiera?
Él bufó, se pasó la mano por el cabello y me miró con esos ojos cansados que tanto amo y tanto me desesperan.
—Eso fue hace años, Mariana. Antes de que todo se volviera tan complicado. Ahora apenas y podemos con lo nuestro. Mira a Valeria, necesita terapia y no hemos podido pagarla este mes. ¿Y tú quieres ayudar a una familia que ni conoces?
Sentí el peso de sus palabras. Nuestra hija Valeria, con su diagnóstico reciente de TDAH, era ya un reto diario. Pero algo en mí se negaba a dejar pasar esa historia que acababa de leer en un grupo de Facebook: una madre soltera en Iztapalapa, sin trabajo desde la pandemia, con dos hijos pequeños y un aviso de desalojo pegado en la puerta.
—No sé cómo explicártelo —susurré—. Pero siento que si no hago algo, aunque sea pequeño, me voy a arrepentir toda la vida.
Julián guardó silencio. Se levantó bruscamente y salió al balcón a fumar. Yo me quedé sola en el comedor, mirando la foto de la familia desconocida en mi celular. Los niños sonreían, pero sus ojos tenían esa tristeza que sólo reconocen quienes han pasado hambre.
Esa noche no dormí bien. Soñé con Valeria llorando porque no podía concentrarse en la escuela, con Julián empacando sus cosas para irse, conmigo misma gritando en medio de una multitud sorda. Al despertar, sentí una determinación nueva. No podía salvar al mundo, pero sí podía intentar cambiar una historia.
Mandé un mensaje privado a Lucía, la madre del post. Le pregunté qué necesitaba con urgencia. Me respondió casi al instante: «Leche para los niños. Y si pudiera pagarme el pasaje para ir a buscar trabajo al centro…».
Me sentí ridícula por dudar siquiera un segundo. Le transferí lo poco que tenía en mi cuenta y le prometí buscar más ayuda entre mis conocidos.
Cuando Julián regresó del trabajo esa tarde, encontró la casa llena de bolsas con ropa usada y despensa donada por mis amigas del grupo de yoga.
—¿De verdad vas a llevar todo eso hasta Iztapalapa? —preguntó, incrédulo.
—Sí —le respondí—. Y me gustaría que vinieras conmigo.
Me miró como si estuviera loca. Pero después de unos minutos, suspiró y asintió.
El trayecto fue largo y silencioso. Valeria iba dormida en el asiento trasero. Al llegar al barrio de Lucía, el contraste era brutal: calles sin pavimentar, niños jugando descalzos entre charcos y basura, miradas desconfiadas desde las ventanas.
Lucía nos recibió con lágrimas en los ojos. Sus hijos corrieron hacia las bolsas como si fueran tesoros. Julián se quedó parado junto a mí, incómodo al principio, pero poco a poco se relajó al ver la gratitud genuina en esa familia.
—No sé cómo agradecerles —dijo Lucía—. Nadie nunca había hecho algo así por nosotros.
Julián le sonrió tímidamente y le preguntó si sabía hacer arreglos eléctricos. Resulta que sí; había trabajado años como ayudante en una constructora antes de perder su empleo.
—Mi hermano tiene un taller —dijo Julián—. Tal vez pueda ayudarte a conseguir algo.
De regreso a casa, Valeria preguntó por qué esa señora lloraba tanto si le habíamos llevado cosas bonitas. Yo le expliqué lo poco que podía entender una niña de siete años: que a veces la gente llora porque siente esperanza después de mucho tiempo sin sentirla.
Esa noche Julián me abrazó fuerte antes de dormir.
—Perdón por ser tan duro contigo —me susurró—. A veces olvido lo importante que es mirar más allá de nuestra propia burbuja.
Pero los problemas no desaparecieron mágicamente. Al día siguiente, recibí mensajes anónimos criticándome por «exhibir la pobreza ajena» en redes sociales. Una vecina me reclamó por «andar ayudando a extraños cuando aquí también hay necesidad». Incluso mi madre me llamó para decirme que estaba «poniendo en riesgo a Valeria llevándola a esos lugares».
Me sentí sola y confundida. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O sólo buscaba sentirme mejor conmigo misma?
Una tarde, mientras esperaba a Valeria afuera del colegio, vi a una señora mayor vendiendo dulces bajo el sol abrasador. Nadie le compraba nada; todos pasaban de largo mirando sus celulares. Me acerqué y le compré dos bolsas de obleas.
—Gracias, hija —me dijo—. Hoy no he vendido nada y ya casi es hora de irme.
Me senté junto a ella y hablamos un rato sobre sus nietos, sobre cómo extrañaba su pueblo en Oaxaca, sobre lo difícil que era sobrevivir en esta ciudad tan grande y tan indiferente.
Esa conversación me hizo entender algo: ayudar no siempre es dar dinero o despensas; a veces es simplemente escuchar, mirar al otro como un igual.
Poco a poco, Julián empezó a cambiar también. Un sábado llevó a Valeria a repartir comida con un grupo de voluntarios en el centro histórico. Mi madre dejó de criticarme y empezó a donar ropa para las campañas del barrio. Incluso algunas vecinas se sumaron para organizar colectas para familias necesitadas.
Pero no todo fue fácil ni bonito. Hubo días en los que sentí ganas de rendirme, cuando parecía que nada cambiaba realmente, cuando veía noticias de violencia y corrupción y pensaba que todo esfuerzo era inútil.
Una noche lluviosa recibí un mensaje de Lucía: «Conseguí trabajo gracias al contacto de tu esposo. Mis hijos ya no pasan hambre. Nunca voy a olvidar lo que hicieron por nosotros».
Lloré en silencio mientras abrazaba a Valeria dormida. Pensé en todas las veces que dudé de mí misma, en todas las voces que intentaron convencerme de que era mejor mirar hacia otro lado.
Hoy sigo creyendo que un solo acto de bondad puede encender una chispa en medio de tanta oscuridad. No sé si cambié el mundo, pero sí cambié el mío y el de quienes me rodean.
A veces me pregunto: ¿cuántas historias como la de Lucía pasan desapercibidas cada día? ¿Cuántas oportunidades dejamos ir por miedo o indiferencia? ¿Y si todos decidiéramos mirar más allá del ruido y escuchar el verdadero llamado del corazón?