El precio de la codicia: Confesiones de un estafador en el lago

—¿Quién anda ahí? —La voz de Doña Mercedes atravesó la puerta de madera, tan vieja como ella misma. El chirrido de las bisagras me puso los pelos de punta. Yo, Julián, con el corazón acelerado y el sobre de papeles falsos sudando en mi mano, respondí con mi mejor sonrisa—. Buenos días, señora. Vengo de parte del municipio, traigo noticias sobre la regularización de terrenos.

Ella me miró de arriba abajo, con esos ojos grises que parecían ver más allá de mi disfraz barato y mi corbata torcida. —¿Municipio? ¿Y desde cuándo mandan muchachitos tan nerviosos? —replicó, sin abrir del todo la puerta.

Me tragué el miedo. Había hecho esto decenas de veces en los pueblos alrededor del lago Titicaca. La gente humilde siempre caía: les ofrecía regularizar sus terrenos a cambio de unos cuantos billetes y desaparecía antes de que notaran el engaño. Pero algo en la mirada de Doña Mercedes me hizo dudar.

—Disculpe, señora, es que hoy hay inspección sorpresa. Si no firma estos papeles, podría perder su casa —mentí, sintiendo una punzada en el pecho.

Ella suspiró y abrió la puerta. El interior olía a eucalipto y a sopa recién hecha. Me invitó a pasar con un gesto seco. —Siéntese, pues. Pero le advierto: aquí nadie me saca si no es Dios mismo.

Me senté frente a ella, temblando por dentro. Mientras le explicaba el falso trámite, mi mente volaba hacia mi madre enferma en La Paz y la deuda que me ahogaba desde hacía meses. No era codicia lo que me movía —me repetía—, era necesidad. Pero cada vez que veía los ojos cansados de mis víctimas, esa excusa se desmoronaba.

—¿Y usted cómo se llama? —preguntó Mercedes, interrumpiendo mis pensamientos.

—Julián —respondí sin pensar.

—¿Julián qué?

—Julián Quispe.

Ella se quedó callada un momento, como si ese apellido le removiera recuerdos antiguos. —Conozco a muchos Quispe por aquí. ¿De qué familia eres?

Sentí un sudor frío recorrerme la espalda. Inventé una historia sobre un tío lejano en Copacabana y traté de cambiar de tema. Pero Mercedes no soltaba el asunto.

—Mi difunto esposo también era Quispe —dijo de pronto—. Un hombre bueno, aunque la vida lo hizo duro. ¿Sabes? Aquí todos nos conocemos. Los forasteros no duran mucho.

Tragué saliva y le extendí los papeles para firmar. Ella los miró con detenimiento y luego me miró a mí.

—¿Sabes qué es lo peor de la codicia, Julián? Que te deja solo —dijo en voz baja—. Yo también fui ambiciosa una vez. Perdí a mi hijo por eso. Se fue a buscar fortuna a Lima y nunca volvió.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Por primera vez en años, la culpa me golpeó con fuerza. ¿Cuántas madres como ella había dejado llorando por mis mentiras?

Mercedes tomó un bolígrafo y fingió firmar los papeles. Luego me los devolvió y me miró fijamente.

—No te preocupes, hijo. Sé que esto es mentira. Pero también sé que debes tener tus razones para hacer lo que haces. Solo te pido una cosa: no vuelvas a este pueblo a robarle la esperanza a nadie más.

Me quedé mudo. Quise decir algo, pedirle perdón, explicarle mi situación. Pero ella se levantó lentamente y fue hasta una repisa donde tenía una foto antigua: un joven con mi mismo apellido y una sonrisa triste.

—Este era mi hijo —dijo—. Si alguna vez tienes uno propio, acuérdate de esto: la vida da vueltas, Julián. Hoy engañas, mañana te engañan a ti.

Salí de esa casa con el sobre aún en la mano y el alma hecha trizas. Caminé hasta el muelle del lago y me senté a mirar el agua oscura y fría. Recordé a mi madre tosiendo en su cama y las promesas que le hice cuando salí de casa: “Voy a trabajar duro, mamá. No voy a ser como papá”.

Pero ahí estaba yo, repitiendo la historia familiar: mi padre también fue estafador, y terminó solo y olvidado en una celda de Oruro.

Esa noche no pude dormir. Los rostros de todas mis víctimas me perseguían en sueños: Don Eusebio llorando por sus ahorros perdidos; la familia Mamani vendiendo su ganado para pagarme; niños mirando a sus padres con desconfianza después de mis visitas.

Al día siguiente decidí devolver el dinero que aún tenía conmigo. Fui casa por casa, inventando excusas torpes para justificar la devolución: “Hubo un error en el trámite”, “El municipio canceló el programa”. Algunos me miraron con desconfianza; otros simplemente lloraron al recibir los billetes arrugados.

Cuando llegué a la casa de Mercedes, ella ya me esperaba en la puerta.

—Sabía que volverías —dijo sin rencor—. ¿Ves? Todavía tienes salvación.

Me invitó a pasar otra vez y me sirvió un plato de sopa caliente. Comimos en silencio hasta que ella habló:

—¿Por qué lo haces, Julián? ¿Por qué lastimar así?

No pude mentirle más.

—Mi madre está enferma —confesé—. No encuentro trabajo decente desde hace meses. Me metí en esto porque sentí que no tenía otra salida… pero ahora veo que solo estoy repitiendo los errores de mi padre.

Mercedes asintió despacio.

—La pobreza es dura, hijo… pero la culpa pesa más todavía. Yo también hice cosas malas por necesidad cuando era joven. Pero nunca es tarde para cambiar el rumbo.

Me ofreció trabajo ayudándola en su pequeña huerta junto al lago. Acepté sin dudarlo; necesitaba redimirme aunque fuera poco a poco.

Los días pasaron y fui ganándome la confianza del pueblo: arreglaba techos, cargaba leña, ayudaba en las cosechas. Algunos nunca me perdonaron del todo; otros me dieron una segunda oportunidad.

Una tarde, mientras regábamos las papas bajo el sol andino, Mercedes me contó más sobre su hijo perdido:

—Él también era bueno… pero se dejó llevar por promesas fáciles. Si alguna vez tienes hijos, enséñales que lo más valioso no es el dinero sino la dignidad.

Esas palabras se me quedaron grabadas como un tatuaje invisible.

Hoy han pasado dos años desde aquel día fatídico en que toqué su puerta con intenciones oscuras. Mi madre sigue enferma pero ahora puedo ayudarla honestamente; ya no huyo ni miento para sobrevivir.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme del todo por el daño que hice… ¿Ustedes creen que uno puede dejar atrás su pasado? ¿O hay errores que nos marcan para siempre?