El precio de la urgencia: Una noche en el consultorio de la Dra. Valeria
—No puedo atenderlo si no paga primero —dije, con la voz más firme que logré reunir, aunque por dentro sentía que me partía en dos.
La sala de guardia estaba llena de gritos, llantos y el olor a desinfectante barato. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del hospital Piñero como si quisiera entrar y lavar todo el cansancio y la miseria que se acumulaban en los pasillos. Yo llevaba doce horas de guardia, con los pies hinchados y la cabeza a punto de estallar. Pero nada de eso justificaba lo que estaba a punto de hacer.
Frente a mí, un hombre de unos cincuenta años sostenía a su hija en brazos. La nena, con la carita pálida y los labios morados, apenas respiraba. Él, empapado y tembloroso, buscaba desesperado en los bolsillos de su campera.
—Por favor, doctora… No tengo plata ahora. Mi mujer está afuera con mi otro hijo. Venimos de Laferrere, no llegamos a juntar para el colectivo. Se me desmayó en el tren…
Sentí la mirada de mi compañera, la enfermera Marta, clavada en mi nuca. Sabía lo que pensaba: «Valeria, no seas dura. No es su culpa». Pero yo solo veía la pila de facturas impagas sobre mi escritorio en casa, el alquiler atrasado y la amenaza del director del hospital: «No podemos seguir atendiendo gratis, Valeria. El sistema está colapsando».
—Lo lamento —repetí—. Son las normas del hospital. Si no paga la consulta mínima, no puedo hacer nada.
El hombre bajó la cabeza. Vi cómo una lágrima le caía por la mejilla mientras abrazaba más fuerte a su hija. Marta se acercó y le susurró algo al oído. Él asintió y salió corriendo bajo la lluvia.
Me quedé sola con Marta.
—¿Te parece justo? —me preguntó en voz baja—. ¿Desde cuándo dejamos morir a los chicos por plata?
No supe qué responderle. Me senté detrás del escritorio y fingí revisar papeles. Pero no podía dejar de pensar en la nena, en su carita blanca como una sábana.
Pasaron veinte minutos. El hombre no volvía. Marta salió a buscarlo y yo seguí atendiendo pacientes como un autómata: un chico con fiebre, una abuela con presión alta, un joven apuñalado en una pelea de barrio. Pero mi mente estaba afuera, bajo la lluvia, buscando a esa familia perdida entre los charcos y el barro.
De pronto, escuché gritos en la entrada del hospital.
—¡Ayuda! ¡Por favor!
Corrí hasta la puerta. Allí estaba el hombre, arrodillado sobre el asfalto mojado, con su hija desmayada entre los brazos y su mujer llorando desconsolada al lado. Marta intentaba reanimar a la nena mientras yo me arrodillaba junto a ellas.
—¡Traigan una camilla! —grité—. ¡Rápido!
La subimos corriendo al shock room. Le puse oxígeno, le tomé el pulso, le inyecté adrenalina. Sentí cómo el corazón me latía en las sienes mientras luchaba por salvarla.
Pero era tarde.
La nena murió ahí mismo, bajo las luces frías del hospital público, rodeada de desconocidos y lejos de su casa en Laferrere.
El padre me miró con unos ojos que nunca voy a olvidar.
—¿Por qué? —me preguntó—. ¿Por qué no la ayudó antes?
No supe qué decirle. Me quedé muda, con las manos manchadas de sangre y lágrimas.
Esa noche volví a casa bajo la lluvia. Caminé por las calles vacías de Flores sin sentir los pies ni el frío ni el hambre. Solo podía pensar en esa pregunta: ¿por qué?
En mi departamento oscuro me senté frente a las facturas impagas y lloré como una nena. Pensé en mi madre, que siempre decía: «Valeria, nunca te olvides de dónde venís». Ella limpiaba casas para pagarme la facultad; yo juré ayudar a los que menos tienen. ¿En qué momento me convertí en esto?
Al día siguiente fui al hospital y pedí hablar con el director.
—No puedo seguir así —le dije—. Si tengo que elegir entre cumplir las normas o salvar una vida, prefiero perder mi trabajo.
Él me miró cansado.
—Valeria, todos estamos atados de manos. El Estado no manda insumos, los médicos renuncian cada semana…
—Entonces hagamos algo —insistí—. No podemos dejar morir chicos por falta de plata.
Esa semana organicé junto a Marta una colecta entre los vecinos del barrio para comprar medicamentos y pagar consultas a quienes no podían. Algunos colegas se sumaron; otros me miraron como si estuviera loca.
Pero cada vez que veo una sala llena de madres desesperadas y chicos enfermos pienso en esa nena de Laferrere y en su padre bajo la lluvia.
A veces sueño con ella. Me pide ayuda y yo no puedo moverme; estoy atada a una silla hecha de papeles y billetes mojados.
Hoy sigo trabajando en el hospital Piñero. Sigo peleando contra un sistema injusto y contra mis propios miedos y culpas.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que el dinero decida quién vive y quién muere? ¿Cuántas vidas más tienen que perderse para que entendamos que la salud no puede ser un privilegio?