El regalo inesperado de Don Ezequiel
—¿Por qué la vida tiene que sentirse tan pesada justo hoy? —me pregunté mientras el cielo plomizo de la Ciudad de México parecía aplastarme los hombros. Salía del edificio de oficinas en Reforma, con la cabeza aún zumbando por la reunión que acababa de terminar. Mi jefe, la Licenciada Ramírez, había vuelto a recordarme que el ascenso no era para cualquiera, y que yo debía esforzarme el doble si quería destacar. Sentía el nudo en la garganta, ese que se forma cuando uno sabe que ha dado todo y aún así no es suficiente.
Caminé hacia mi cafetería favorita en la esquina de Insurgentes y compré una torta de milanesa y un café con leche bien caliente. Era mi pequeño ritual para sobrevivir los días difíciles. Al salir, lo vi: un hombre mayor, con la barba canosa y las manos temblorosas, sentado en el suelo junto a una manta raída. Sus ojos, oscuros y profundos, miraban el vacío como si buscaran algo perdido hace mucho tiempo.
Me detuve. Dudé. ¿Y si solo quería dinero para alcohol? ¿Y si me rechazaba? Pero algo en su mirada me hizo acercarme.
—Buenos días, señor —le dije, extendiéndole la torta y el café—. Hace frío hoy, ¿verdad?
Él me miró sorprendido, como si no esperara que alguien le hablara con cortesía.
—Gracias, hija. Que Dios te lo pague —respondió con voz ronca.
Me senté a su lado por un momento. El tráfico rugía a nuestro alrededor, pero ahí, en ese pequeño espacio compartido, el mundo se detuvo.
—¿Cómo se llama usted? —pregunté.
—Ezequiel. Don Ezequiel para los amigos —sonrió con tristeza.
Hablamos unos minutos. Me contó que antes era maestro rural en Oaxaca, que tenía dos hijos pero hacía años que no sabía de ellos. La vida lo había traído a la capital buscando trabajo, pero terminó perdiéndolo todo tras una enfermedad y una serie de malas decisiones.
—A veces uno cree que lo tiene todo bajo control —dijo—. Pero basta un golpe de mala suerte para quedarse sin nada.
Antes de despedirme, Don Ezequiel sacó un papel arrugado del bolsillo de su chamarra y me lo entregó.
—Léelo cuando llegues a casa —me pidió—. Es mi manera de agradecerte.
Guardé la nota sin darle mucha importancia y regresé a mi departamento en la colonia Narvarte. El día siguió su curso: llamadas de trabajo, mensajes de mi mamá preguntando si ya había comido, y el eterno ruido del tráfico filtrándose por la ventana.
Ya entrada la noche, recordé la nota. La abrí con curiosidad:
«A quien lea esto:
No olvides nunca mirar a los ojos a quienes te rodean. Todos cargamos historias invisibles. Yo perdí a mi familia por orgullo y miedo a pedir ayuda. Si tienes padres, hermanos o hijos, búscalos hoy mismo. No esperes a perderlo todo para darte cuenta de lo que realmente importa.
Con gratitud,
Ezequiel»
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Pensé en mi papá, con quien llevaba meses sin hablar tras una discusión absurda sobre dinero. Pensé en mi hermano menor, Julián, que siempre me buscaba para contarme sus problemas pero al que últimamente ignoraba porque «no tenía tiempo».
Esa noche no pude dormir bien. Las palabras de Don Ezequiel resonaban en mi cabeza como campanas lejanas: «No esperes a perderlo todo…» ¿Cuántas veces había postergado una llamada importante por priorizar el trabajo? ¿Cuántas veces había dejado pasar oportunidades de reconciliación por orgullo?
Al día siguiente, decidí buscar a mi papá. Le llamé temprano:
—¿Papá? Soy yo… Quería saber cómo estás.
Hubo silencio al otro lado de la línea. Luego escuché su voz quebrada:
—Pensé que ya te habías olvidado de mí, hija.
Me sentí pequeña, vulnerable. Le pedí perdón por mi distancia y quedamos en vernos ese fin de semana para desayunar juntos en el mercado de Coyoacán, como solíamos hacer cuando era niña.
Después llamé a Julián. Me contó entre lágrimas que estaba pasando por un mal momento en la universidad y que necesitaba hablar con alguien. Quedamos en vernos esa tarde para caminar por el Parque México.
Durante los días siguientes busqué a Don Ezequiel en la misma esquina donde lo había encontrado, pero ya no estaba. Pregunté a otros vendedores ambulantes y me dijeron que a veces desaparecía por semanas enteras.
La ciudad seguía su ritmo frenético: marchas en Reforma, vendedores gritando ofertas en los tianguis, madres apuradas llevando a sus hijos al colegio. Pero yo ya no era la misma. Empecé a mirar más allá de las apariencias: la señora que vende tamales en la esquina, el joven limpiavidrios en el semáforo, el anciano que recoge latas para sobrevivir.
Una tarde lluviosa encontré a Don Ezequiel bajo el puente de Tlalpan. Llevaba una chamarra nueva y sonreía con más luz en los ojos.
—¡Don Ezequiel! Lo he estado buscando —le dije emocionada.
Él me reconoció al instante y me abrazó como si fuéramos viejos amigos.
—Gracias por leer mi nota —me susurró—. No sabes cuántas veces he querido volver a ver a mis hijos… Pero no sé si ellos querrán verme después de tanto tiempo.
Me quedé pensando en cuántos Ezequieles hay en esta ciudad: personas invisibles para la mayoría, cargando historias de amor perdido y segundas oportunidades desperdiciadas.
Esa noche escribí una carta a mi familia agradeciéndoles por estar presentes incluso cuando yo no lo estaba. Decidí también involucrarme como voluntaria en un comedor comunitario los fines de semana.
Hoy sigo cruzando caminos con personas como Don Ezequiel. Cada encuentro es un recordatorio de que todos necesitamos ser vistos y escuchados alguna vez.
A veces me pregunto: ¿Cuántas historias dejamos pasar cada día por miedo o indiferencia? ¿Cuántos «gracias» o «perdón» nos guardamos hasta que ya es demasiado tarde?