El secreto de Don Ezequiel: Una noche en el parque de Medellín
—¡Lucas, ven aquí! —grité con el corazón en la garganta, mientras veía cómo mi perro se soltaba de la correa y corría directo hacia la avenida, justo cuando un bus se acercaba a toda velocidad.
Todo pasó en segundos. Un hombre, con el rostro curtido por el sol y la barba desordenada, se lanzó sin pensarlo y atrapó a Lucas justo antes de que el bus pasara rugiendo. El conductor ni siquiera frenó. Yo me quedé paralizada, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda.
El hombre, vestido con una chaqueta vieja y unos pantalones rotos, me miró con una sonrisa cansada. —Tranquila, señora, su perrito está bien —dijo, acariciando a Lucas, que temblaba entre sus brazos.
Corrí hacia ellos, las piernas me flaqueaban. —¡Dios mío! ¡Gracias! ¿Está bien? ¿Está bien usted?
Él asintió y me devolvió a Lucas. Sus manos estaban sucias, pero sus ojos tenían una calidez que me desarmó. —No se preocupe por mí. Uno ya está acostumbrado a los golpes de la vida.
Me quedé mirándolo, sintiendo una mezcla de alivio y vergüenza. ¿Cuántas veces lo había visto en el parque y había apretado el paso para no cruzarme con él? ¿Cuántas veces le había negado una moneda o una mirada amable?
—¿Cómo se llama usted? —pregunté, tratando de ocultar mi nerviosismo.
—Ezequiel. Don Ezequiel, para los amigos —respondió con una sonrisa torcida.
—Yo soy Mariana. De verdad, no sé cómo agradecerle…
Él negó con la cabeza. —No tiene que agradecerme nada. Los animales siempre han sido mis mejores amigos.
Lucas seguía temblando, pero ya lamía la mano de Ezequiel como si lo conociera de toda la vida. Me senté en la banca junto a ellos, incapaz de irme como si nada hubiera pasado.
—¿Vive aquí en el parque? —pregunté, bajando la voz.
—Sí, desde hace un par de años. Antes tenía casa, familia… pero bueno, la vida da vueltas —dijo mirando al suelo.
Sentí un nudo en la garganta. Pensé en mi propio padre, que había muerto hace poco y que siempre decía que uno nunca sabe cuándo puede perderlo todo.
—¿No tiene a dónde ir? —insistí.
Ezequiel suspiró. —Mi hija vive en Bello, pero hace años que no hablamos. No quiere saber nada de mí desde que… bueno, desde que caí en el vicio.
Me quedé callada. No sabía qué decir. El silencio se llenó con los sonidos del parque: niños jugando fútbol, vendedores ambulantes gritando sus ofertas, el murmullo lejano del tráfico.
—¿Y usted? —preguntó Ezequiel de pronto—. ¿Por qué pasea sola a estas horas?
Me sorprendió su pregunta. —No sé… supongo que me gusta pensar. Mi esposo trabaja hasta tarde y mi hijo ya no quiere salir conmigo. Dice que es cosa de viejos pasear al perro.
Ezequiel rió suavemente. —Los hijos crecen y uno se queda solo con los recuerdos.
Sentí que hablábamos el mismo idioma del dolor y la soledad. Me animé a preguntarle más.
—¿Le gustaría ver a su hija otra vez?
Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Más que nada en este mundo. Pero no sé si me perdonaría…
En ese momento, Lucas se subió al regazo de Ezequiel y le lamió la cara. Él sonrió entre lágrimas y lo abrazó fuerte.
—¿Sabe? —dijo Ezequiel—. Yo era veterinario antes. Tenía una clínica pequeña en Itagüí. Pero cuando mi esposa murió, no pude con el dolor y empecé a beber… Perdí todo: trabajo, casa, familia.
Me quedé helada. ¿Un veterinario viviendo en la calle? ¿Cuántos prejuicios tenía yo sobre las personas sin hogar?
—¿Y nunca ha intentado volver a empezar? —pregunté con voz suave.
—Muchas veces. Pero cuando uno cae tan bajo, la gente deja de confiar en uno. Y uno mismo también deja de confiar…
Sentí una rabia sorda contra el mundo y contra mí misma por haberlo juzgado tantas veces sin conocer su historia.
—¿Quiere venir a mi casa a cenar? —le propuse impulsivamente—. No tengo mucho, pero puedo hacerle una sopa caliente.
Ezequiel dudó un momento y luego asintió. Caminamos juntos hasta mi apartamento, Lucas saltando feliz entre nosotros como si supiera que algo importante estaba pasando.
Esa noche cenamos sopa de lentejas y pan viejo. Ezequiel comió despacio, como si saboreara cada cucharada después de mucho tiempo sin una comida caliente.
—Gracias, Mariana —me dijo al despedirse—. Hoy sentí que todavía soy alguien para este mundo.
No pude dormir esa noche pensando en él. Al día siguiente fui al parque temprano y lo busqué para llevarle ropa limpia y un poco de dinero. Pero no lo encontré por ninguna parte.
Pasaron los días y Ezequiel no volvió al parque. Pregunté a otros sin hogar y nadie sabía nada de él. Empecé a pensar que tal vez nunca existió, que fue un ángel disfrazado enviado para salvarme a mí tanto como a Lucas.
Semanas después recibí una carta sin remitente. Era de Ezequiel. Me contaba que había decidido buscar a su hija en Bello y tratar de recuperar su vida. Me agradecía por haberle recordado que todavía merecía una segunda oportunidad.
Lloré al leerla. Pensé en cuántas veces juzgamos sin saber, cuántas historias ignoramos cada día por miedo o indiferencia.
Ahora cada vez que paseo a Lucas por el parque miro a los ojos a cada persona sin hogar que encuentro y les sonrío, porque aprendí que todos llevamos secretos y dolores invisibles.
¿Quiénes somos nosotros para decidir quién merece ayuda o compasión? ¿Cuántas vidas podríamos cambiar si tan solo escucháramos antes de juzgar?