Entre dos amores: La historia de una nieta perdida
—¡Ema, vení a ayudarme con la mesa! —gritó Laura desde la cocina, mientras yo, sentada en el sillón, veía cómo mi nieta se levantaba despacio, arrastrando los pies, con la mirada perdida en el suelo. Su hermana menor, Sofía, reía en el patio, ajena a todo, mientras Laura la miraba con ese brillo especial en los ojos que nunca le vi cuando miraba a Ema.
Yo, María, abuela de estas dos niñas, sentía cómo el corazón se me apretaba cada vez que veía la diferencia. No era solo una cuestión de preferencias: era una herida abierta en nuestra casa de barrio en Córdoba, Argentina, donde las paredes escuchan más de lo que deberían y los silencios pesan más que las palabras.
—¿Por qué siempre yo, mamá? —susurró Ema, apenas audible, mientras ponía los platos sobre la mesa.
Laura no respondió. Solo se limitó a mirar el celular, esperando un mensaje de su nuevo novio, ese hombre que apenas conozco y que, desde que apareció, parece haberle robado la poca paciencia que le quedaba para Ema. Yo quería intervenir, pero el miedo a empeorar las cosas me paralizaba. ¿En qué momento mi hija se volvió tan dura?
Recuerdo cuando Laura era pequeña, cómo corría a mis brazos buscando consuelo. Ahora, la veo tan lejana, tan fría, y no puedo evitar preguntarme si yo tuve la culpa. ¿Fui demasiado exigente? ¿Le faltó amor? ¿Estoy repitiendo el mismo error con Ema?
Esa noche, después de la cena, escuché a Ema llorar en su habitación. Me acerqué despacio y toqué la puerta.
—¿Puedo pasar, mi amor?
No hubo respuesta, pero entré igual. Ema estaba sentada en la cama, abrazando a su peluche viejo, el único testigo de sus lágrimas.
—Abu, ¿vos creés que mamá me quiere? —me preguntó de repente, con una voz tan rota que sentí que el alma se me partía en dos.
Me senté a su lado y la abracé fuerte. —Claro que sí, Ema. A veces los adultos nos equivocamos y no sabemos demostrarlo. Pero vos sos muy valiosa, nunca lo olvides.
Ella no respondió. Solo apoyó la cabeza en mi hombro y seguimos así, en silencio, hasta que se quedó dormida. Esa noche no pude pegar un ojo. Me preguntaba cómo podía ayudarla sin enfrentarme a Laura, sin provocar una guerra familiar. Pero el dolor de Ema era más grande que mis miedos.
Al día siguiente, intenté hablar con Laura mientras preparaba el mate.
—Laura, ¿te diste cuenta de que Ema está muy triste últimamente?
Ella suspiró, molesta. —Mamá, Ema siempre fue así. No sé qué más hacer. Sofía es más fácil, más alegre. Ema siempre está en las nubes.
—Quizás necesita más atención —insistí—. Un poco de cariño puede hacer la diferencia.
Laura me miró con fastidio. —No empieces con tus sermones, por favor. Cada hija es distinta. No puedo forzar algo que no siento.
Sus palabras me golpearon como una cachetada. ¿Cómo podía no sentir amor por su propia hija? ¿Cómo podía decirlo tan fríamente? Sentí rabia, impotencia y una tristeza infinita.
Los días pasaron y la situación empeoró. Ema dejó de comer con nosotros y pasaba horas encerrada en su cuarto. Sofía, sin entender nada, seguía siendo la favorita de Laura: la llevaba a pasear, le compraba helado, le sacaba fotos para subir a Instagram. Ema solo existía para los mandados o los reproches.
Un domingo, durante el almuerzo familiar, Ema rompió el silencio.
—Mamá, ¿puedo ir a la plaza con Sofía?
Laura ni siquiera levantó la vista del celular. —No, Ema. Quedate ayudando a la abuela. Sofía va conmigo.
Vi cómo los ojos de Ema se llenaban de lágrimas. No aguanté más.
—¡Basta, Laura! —exclamé—. ¿No ves lo que estás haciendo? ¡Ema es tu hija también!
Laura me miró con furia. —No te metas, mamá. No sabés nada de lo que pasa acá.
—Sé lo suficiente para ver que estás lastimando a tu hija —respondí, temblando.
El ambiente se volvió irrespirable. Sofía se escondió detrás de su madre y Ema salió corriendo al patio. Yo fui tras ella y la encontré sentada bajo el limonero, llorando desconsolada.
—Abu, ¿por qué no puedo ser como Sofía? ¿Por qué mamá no me quiere?
No supe qué decirle. Solo la abracé y lloré con ella. Porque yo tampoco tenía respuestas. Porque el favoritismo es una herida silenciosa que destruye familias desde adentro, y nadie quiere hablar de eso en voz alta.
Esa noche, tomé una decisión. Llamé a mi hermana Marta y le pedí ayuda. Le conté todo y juntas buscamos un psicólogo infantil para Ema. Sabía que Laura se iba a enojar, pero ya no podía quedarme de brazos cruzados.
Cuando Laura se enteró, explotó.
—¡¿Cómo te atrevés a meterte en mi familia?! ¡Ema no necesita psicólogos, necesita dejar de hacerse la víctima!
—No, Laura —le respondí firme—. Ema necesita amor. Y si vos no podés dárselo ahora, yo voy a estar para ella.
Fue la pelea más dura de mi vida. Laura no me habló durante semanas. Pero Ema empezó a cambiar: poco a poco volvió a sonreír, a jugar con sus amigas del barrio, a buscarme para contarme sus cosas. El psicólogo le dio herramientas para entender que el problema no era ella.
Hoy, meses después, la relación con Laura sigue siendo tensa. Pero Ema está mejor. Y yo aprendí que el amor de abuela puede ser un salvavidas cuando todo parece perdido.
A veces me pregunto: ¿cuántos niños en nuestras familias viven lo mismo que Ema? ¿Cuántas veces el favoritismo destruye silenciosamente lo más valioso que tenemos? ¿Y nosotros, los adultos, tenemos el coraje de romper el silencio antes de que sea tarde?