La Abuela de las Apariencias: Orgullo y Ausencia en la Mesa Familiar
—¡Ay, pero si mi nieta es la mejor del curso! —gritó mi abuela, Doña Carmen, desde el patio, mientras sus amigas del club de costura asentían con admiración. Yo, sentada en el borde de la hamaca, sentí el calor subirme al rostro. No era cierto. Ni siquiera sabía qué materias llevaba este semestre, ni que había reprobado matemáticas por segunda vez.
Doña Carmen siempre fue así: la reina de las apariencias en nuestro barrio de Tegucigalpa. Su casa olía a café recién colado y a tortillas de maíz, pero detrás de ese aroma acogedor se escondía una mujer que necesitaba sentirse admirada, aunque para eso tuviera que inventar historias sobre su familia. «Aquí nadie pasa hambre», decía, aunque a veces la cena era solo arroz con huevo porque el dinero no alcanzaba.
Mi mamá, Lucía, siempre discutía con ella por eso. «Mamá, ¿por qué tienes que mentir?», le reclamaba mientras lavaba los platos. Doña Carmen respondía sin mirarla: «La gente respeta a quien se respeta a sí mismo. ¿O quieres que piensen que somos unos pobretines?». Yo escuchaba desde mi cuarto, apretando los puños, deseando gritarle que prefería la verdad antes que sus mentiras.
Un domingo cualquiera, mientras mi abuela preparaba su famoso pollo con tajadas para recibir a la familia, me llamó a la cocina. «Vení, ayudame a picar cebolla», ordenó sin mirarme. Empecé a cortar en silencio, sintiendo el ardor en los ojos y en el pecho. «¿Por qué le decís a tus amigas que soy la mejor estudiante si ni siquiera sabés cómo me va?», solté de golpe. Ella se detuvo, cuchillo en mano, y me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Y qué querés que diga? ¿Que sos una mediocre? —me respondió con voz baja pero firme—. La gente no respeta a los mediocres.
Me quedé callada. No era la primera vez que sentía que para ella yo era solo un trofeo más para mostrar. No le importaba quién era yo realmente, solo lo que podía aparentar ante los demás.
Esa noche, durante la cena familiar, Doña Carmen se pavoneó contando cómo yo había ganado un concurso de poesía en la escuela. Todos me miraron esperando que dijera algo. Mi papá, Don Ernesto, me sonrió con orgullo fingido; mi mamá bajó la mirada. Yo solo quería desaparecer.
Después de cenar, salí al patio y me senté bajo el limonero. Mi primo Andrés se acercó y me preguntó en voz baja: «¿Por qué no le decís la verdad a todos?». Le respondí con un suspiro: «Porque nadie quiere escucharla».
Los días pasaron y el peso de las mentiras de mi abuela se volvió insoportable. Un viernes por la tarde, mientras ella preparaba café para sus amigas, escuché cómo presumía de mi supuesto talento para el piano. Yo nunca había tocado un piano en mi vida. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo.
Esa noche enfrenté a mi mamá:
—¿Por qué dejás que la abuela siga mintiendo sobre mí?
Ella me abrazó fuerte y me dijo al oído:
—Porque tu abuela necesita sentirse importante. No sabe otra forma de amar.
Pero yo no podía aceptar ese tipo de amor. Decidí escribirle una carta a Doña Carmen. Le conté todo: mis fracasos, mis miedos, lo sola que me sentía cuando ella hablaba de mí como si fuera otra persona. Dejé la carta bajo su almohada y esperé.
Al día siguiente, el silencio llenó la casa como una tormenta contenida. Mi abuela no dijo nada durante el desayuno. Solo me miró de reojo y suspiró. Pasaron los días y nada cambió en apariencia, pero algo se rompió entre nosotras.
Un sábado por la tarde, mientras llovía fuerte y el techo de lámina retumbaba con cada gota, Doña Carmen entró a mi cuarto sin tocar la puerta. Se sentó en mi cama y me miró con ojos cansados.
—Cuando yo era niña —empezó— mi mamá nunca me abrazó ni me dijo que estaba orgullosa de mí. Yo solo quería que vos sintieras lo contrario… pero creo que me equivoqué.
Por primera vez vi a mi abuela como una mujer vulnerable y no como la reina orgullosa del barrio. Lloramos juntas en silencio.
A partir de ese día, las cosas cambiaron poco a poco. Doña Carmen ya no presumía tanto frente a sus amigas; empezó a preguntarme cómo me sentía realmente y hasta fue conmigo a hablar con mi profesora de matemáticas para ayudarme a mejorar.
No fue fácil reconstruir nuestra relación, pero aprendimos a vernos como éramos: dos mujeres heridas intentando sanar juntas.
Ahora, cuando escucho a alguien presumir de su familia sin conocerla de verdad, pienso en todo lo que se esconde detrás de las apariencias.
¿De qué sirve el orgullo si nos separa de quienes amamos? ¿Cuántas familias viven atrapadas en las mentiras solo para sentirse aceptadas por los demás?