La Abuela de Todos Menos de Mis Hijos: Un Otoño en Medellín

—¿Por qué nunca los trae a la casa, señora Lidia? —preguntó la vecina, mientras mi suegra, con una sonrisa dulce, acomodaba la bufanda de un niño que no era mi hijo.

Yo observaba desde la ventana, apretando los dientes. Afuera, la llovizna caía sobre las calles de Medellín, y adentro, en mi pecho, sentía una tormenta. Mis hijos, Camila y Julián, jugaban en silencio en la sala. Habían aprendido a no preguntar por qué la abuela nunca los visitaba ni los abrazaba como a los otros niños del barrio.

Mi esposo, Andrés, trataba de restarle importancia. “Es su forma de ser”, decía. Pero yo no podía aceptar esa explicación. ¿Cómo una abuela puede ser tan cálida con los hijos de otros y tan fría con sus propios nietos?

Recuerdo el primer cumpleaños de Camila. Lidia llegó tarde, sin regalo, y apenas le dio un beso en la frente. Pero dos días después, la vi en el parque organizando una piñata para los hijos de su comadre. Cuando le reclamé, me miró con esa expresión que mezcla lástima y superioridad:

—Tus hijos son tu responsabilidad, Lucía. Yo ya crié a los míos.

Esa frase me persiguió durante años. Cada vez que veía a Lidia peinando a las niñas de la vecina o llevándose a los gemelos del tercer piso al zoológico, sentía que algo se rompía dentro de mí. ¿Qué tenían esos niños que no tuvieran mis hijos? ¿Por qué ella podía reírse con ellos y no con Camila y Julián?

Un día, Julián llegó llorando del colegio. “La abuela me ignoró cuando fui a saludarla”, sollozaba. Me arrodillé frente a él, sintiendo una rabia sorda mezclada con impotencia.

—No es tu culpa, mi amor —le susurré—. Hay personas que no saben querer como uno espera.

Pero en el fondo, yo también quería saber por qué. ¿Había hecho algo mal? ¿Era porque no era paisa como ella? ¿O porque Andrés y yo habíamos decidido criar a nuestros hijos de otra manera?

Las discusiones con Andrés se volvieron frecuentes. Él defendía a su madre, pero yo veía en sus ojos la misma herida que sentía yo.

—¿Por qué no le dices algo? —le reclamé una noche—. ¿No ves cómo sufren los niños?

Andrés bajó la mirada.

—Mi mamá siempre fue así conmigo también. Yo aprendí a no esperar nada.

Esa confesión me partió el alma. ¿Era posible que Lidia nunca hubiera sabido querer? ¿O simplemente había decidido que su cariño tenía límites?

El barrio murmuraba. “Doña Lidia es tan buena con los niños”, decían las vecinas. Nadie sabía lo que pasaba puertas adentro de nuestra casa.

Una tarde lluviosa, decidí enfrentarla. Fui hasta su apartamento con Camila y Julián tomados de la mano. Lidia abrió la puerta y su expresión se endureció al verme.

—¿A qué viniste?

—A preguntarte por qué —le dije sin rodeos—. ¿Por qué puedes querer tanto a los hijos de otros y no a tus propios nietos?

Lidia suspiró y se sentó en el sofá. Por un momento, creí ver tristeza en sus ojos.

—No es tan simple como crees —dijo finalmente—. Cuando uno ha pasado por tanto… cuando uno ha criado sola… a veces el corazón se cansa.

—Pero ellos no tienen la culpa —insistí—. Solo quieren una abuela.

Camila se acercó tímidamente.

—¿No nos quieres, abuelita?

Lidia la miró largo rato antes de responder:

—No sé si sé cómo quererlos como ustedes esperan.

Salimos de allí con más preguntas que respuestas. Esa noche, Andrés me abrazó fuerte y lloramos juntos por todo lo que no podíamos cambiar.

Los meses pasaron y aprendimos a llenar el vacío con otras cosas: tardes en el parque, cuentos antes de dormir, abrazos apretados. Pero cada vez que veía a Lidia jugando con otros niños en la plaza, sentía una punzada en el pecho.

Un día cualquiera, Camila me preguntó:

—¿Por qué la abuela prefiere a otros niños?

No supe qué decirle. Solo la abracé y le prometí que siempre tendría mi amor.

La vida siguió su curso. Los niños crecieron y aprendieron a no esperar nada de Lidia. Yo también aprendí a soltar poco a poco ese rencor que me carcomía por dentro.

Pero aún hoy, cuando veo a una abuela abrazando a sus nietos en el parque Bolívar o comprándoles helado en la esquina, me pregunto si algún día mis hijos entenderán que el amor familiar no siempre es justo ni suficiente.

¿Es posible sanar una herida así? ¿O hay dolores que simplemente aprendemos a llevar en silencio?