La habitación de la discordia: una lección en familia
—¡Pero abuela, yo quiero esa habitación! ¡Es la más grande y tiene vista al mar! —gritó Valeria, mi nieta de trece años, mientras cruzaba los brazos y fruncía el ceño, parada en medio del pasillo del hotel.
Sentí cómo la sangre me hervía. Habíamos planeado estas vacaciones durante meses, ahorrando peso a peso para poder traer a toda la familia a este resort en la costa de Veracruz. Mi esposo, Don Ernesto, ya estaba cansado del viaje y mis hijos —Mariana y Julián— intentaban calmar a sus propios hijos, que corrían por el lobby como si fuera un parque. Pero Valeria, la mayor de los nietos y la más mimada por su madre, no estaba dispuesta a ceder.
—Valeria, mi amor, todos vamos a compartir habitaciones. No se trata de quién tiene la mejor vista —le dije con voz suave pero firme.
Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mi difunta suegra. —¡Pero yo soy la mayor! ¡Siempre me toca lo peor! ¡Nunca piensan en mí!
Sentí una punzada en el pecho. Recordé mi propia infancia en un pueblo de Oaxaca, donde compartía cama con mis tres hermanas y agradecíamos tener un techo de lámina que no dejara pasar la lluvia. ¿Cómo podía mi nieta no ver la fortuna que tenía frente a ella?
Mi hija Mariana intervino, nerviosa: —Mamá, déjala quedarse con la habitación. No quiero problemas.
Pero yo ya había tomado una decisión. No iba a ceder ante un berrinche. No esta vez.
—No, Mariana. Si le damos todo lo que pide, ¿qué va a aprender? —le respondí bajito, para que solo ella me escuchara.
Valeria soltó un bufido y corrió hacia el elevador. La vi desaparecer tras las puertas plateadas, con lágrimas en los ojos. Sentí una mezcla de culpa y determinación. Sabía que tenía que hacer algo más que simplemente negarle el cuarto; tenía que enseñarle el valor de compartir y agradecer.
Esa noche, durante la cena en el restaurante del hotel, Valeria apenas probó bocado. Todos intentaban actuar normal, pero el ambiente estaba tenso. Mi esposo me apretó la mano bajo la mesa.
—¿Recuerdas cuando nuestros hijos peleaban por el último pedazo de pan? —me susurró Ernesto con una sonrisa triste.
—Sí —le respondí—. Y aprendieron a partirlo en dos.
Después de cenar, busqué a Valeria en la terraza. Estaba sentada sola, mirando las olas romper contra las rocas.
—¿Puedo sentarme contigo? —pregunté.
Ella asintió sin mirarme.
—¿Sabes? Cuando yo era niña, nunca tuve una habitación para mí sola —empecé—. Compartía todo: cama, ropa, hasta los zapatos. Y aunque a veces me daba coraje, aprendí que lo importante no era lo que tenía, sino con quién lo compartía.
Valeria guardó silencio. Solo se escuchaba el murmullo del mar y el lejano bullicio del hotel.
—¿Por qué siempre tengo que ceder yo? —preguntó al fin, con voz temblorosa.
—No se trata de ceder siempre. Se trata de pensar en los demás. Mira a tus primos: también querían esa habitación. Pero aceptaron compartir porque saben que todos somos familia.
Vi cómo sus hombros se relajaban poco a poco.
—¿Y si nunca me toca nada bueno? —susurró.
La abracé fuerte.
—Te toca algo mucho mejor: una familia que te quiere y te acompaña. Eso vale más que cualquier vista al mar.
Al día siguiente, Valeria se acercó a sus primos y les propuso hacer turnos para dormir en la habitación grande. Verla reír con ellos mientras jugaban cartas en la terraza fue el mejor regalo de esas vacaciones.
Esa noche, mientras veía a mis nietos dormidos juntos en colchones improvisados en el suelo, pensé en lo fácil que es olvidar lo esencial cuando nos dejamos llevar por los caprichos o las apariencias. Me pregunté si realmente estamos enseñando a nuestros hijos y nietos a valorar lo que importa o si solo estamos alimentando sus deseos momentáneos.
Ahora les pregunto a ustedes: ¿cuántas veces hemos cedido ante un berrinche por evitar un conflicto? ¿No será momento de enseñarles a nuestros hijos y nietos el verdadero valor de compartir y agradecer lo que tienen?