La traición de mi mejor amiga: cuando la confianza se convierte en herida
—¿Por qué hiciste eso, Mariana? —mi voz temblaba, pero no era de miedo, sino de rabia y decepción. El eco de mi pregunta rebotó en las paredes de la pequeña sala, donde tantas veces habíamos reído juntas, compartiendo secretos y sueños. Ahora, ese mismo espacio se sentía frío, ajeno, como si la traición hubiera cambiado hasta el aire que respirábamos.
Mariana bajó la mirada. Sus manos jugaban nerviosas con el borde de su blusa. Yo esperaba una respuesta, una explicación, algo que me ayudara a entender cómo mi mejor amiga, mi hermana elegida, había sido capaz de robarme durante años sin que yo lo notara.
Todo comenzó hace más de veinte años, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Éramos dos muchachas llenas de ilusiones, compartiendo un cuarto diminuto en la residencia estudiantil. Mariana venía de Veracruz; yo, de un pueblito en Hidalgo. Nos unió la nostalgia y el hambre de salir adelante. Juntas estudiábamos hasta el amanecer, nos prestábamos los apuntes y los sueños. Cuando alguna tenía problemas con el dinero, la otra compartía lo poco que tenía: una sopa instantánea, un boleto del metro, una moneda para el café.
Después de graduarnos, la vida nos llevó a caminos distintos, pero siempre juntas. Mariana se casó con un ingeniero petrolero y se mudó a Monterrey; yo me quedé en Ciudad de México, trabajando como maestra en una secundaria pública. A pesar de la distancia, nunca dejamos de hablarnos. Cuando mi esposo me dejó por otra mujer y tuve que criar sola a mis dos hijos, Mariana fue mi sostén. Me llamaba cada noche para asegurarse de que estuviera bien, me enviaba mensajes alentadores y hasta me mandó dinero cuando las cosas se pusieron realmente difíciles.
Por eso, cuando Mariana me pidió ayuda hace tres años porque su esposo la había dejado sin nada y tenía que empezar de cero con sus dos hijas pequeñas, no lo dudé ni un segundo. Le ofrecí quedarse en mi casa el tiempo que necesitara. Compartimos mi pequeño departamento en Iztapalapa; mis hijos dormían en el sofá para que ella y sus niñas tuvieran un cuarto propio. Yo trabajaba doble turno para cubrir los gastos y nunca le reclamé nada. «Para eso están las amigas», pensaba.
Pero el año pasado todo empezó a cambiar. Noté que faltaba dinero en mi cartera, pero lo atribuí al cansancio o a algún descuido mío. Luego desaparecieron algunas joyas heredadas de mi madre; pensé que tal vez las había guardado mal. Incluso cuando mi hijo menor me dijo que había visto a Mariana hurgando en mi bolso, lo regañé por inventar cosas.
Hasta que un día recibí una llamada del banco: alguien había intentado sacar dinero con mi tarjeta en un cajero del centro. Fui corriendo a revisar mis cosas y encontré mi cartera vacía. El corazón me latía tan fuerte que sentí que iba a desmayarme. No quería creerlo, pero todas las piezas encajaban.
Esa noche enfrenté a Mariana. Ella negó todo al principio, pero cuando le mostré los mensajes del banco y le dije que había cámaras en el cajero, rompió a llorar.
—Perdóname, Alejandra —me suplicó—. No sé qué me pasó… Me sentía tan desesperada…
La miré con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo alguien a quien le diste todo puede devolverte solo dolor?
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana se fue de mi casa esa misma noche; sus hijas lloraban desconsoladas mientras recogían sus cosas. Mis hijos me miraban con tristeza y rabia: «¿Por qué siempre ayudas a todos menos a nosotros?», me reclamó mi hija mayor.
Me sentí sola como nunca antes. La familia empezó a murmurar: «Eso te pasa por confiada», decían mis tías en las reuniones familiares. Mis amigas del trabajo me aconsejaron denunciarla, pero no tuve valor. ¿Cómo denunciar a alguien que fue tu hermana del alma?
El golpe más duro fue darme cuenta de que Mariana no solo me había robado dinero o cosas materiales; me había quitado la fe en la amistad verdadera. Empecé a dudar de todos: ¿y si mis otras amigas también me usaban? ¿Y si mis propios hijos algún día me traicionaban?
Pasaron los meses y poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Aprendí a poner límites y a cuidar más de mí misma y de los míos. Pero todavía hay noches en las que me despierto sobresaltada, recordando los buenos momentos con Mariana y preguntándome en qué momento todo se torció.
Hace poco recibí una carta suya desde Guadalajara. Me pedía perdón otra vez y decía que estaba en terapia, tratando de entender por qué hizo lo que hizo. No sé si algún día podré perdonarla por completo, pero al menos ahora sé que la confianza es un regalo precioso y frágil.
A veces me pregunto: ¿vale la pena seguir creyendo en la amistad después de una traición así? ¿O es mejor cerrar el corazón para siempre? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?