La Última Parada de Doña Mercedes
—¡Señora, si no tiene boleto, bájese! —gritó el chofer, don Ramiro, con voz áspera mientras el autobús se sacudía entre los baches de la Avenida Tlalpan.
El frío de la noche se colaba por las ventanas mal cerradas del viejo camión. Yo iba sentado en la penúltima fila, con la mochila apretada contra el pecho y los audífonos colgando, aunque ya no escuchaba música. Afuera, la lluvia golpeaba el pavimento y las luces de los autos se reflejaban en charcos interminables. Dentro, el olor a diésel y humedad era tan familiar como el cansancio en los rostros de los pasajeros.
La señora a la que don Ramiro se dirigía era doña Mercedes. La había visto varias veces en esa ruta: pequeña, encorvada, con un rebozo azul desteñido y una bolsa de mandado que parecía pesar más que ella. Esa noche, sus manos temblaban mientras buscaba en su monedero.
—No traigo cambio, hijo… —dijo con voz apenas audible—. Mañana le pago, se lo juro por la Virgen.
Don Ramiro bufó. —¿Y si todos hicieran lo mismo? ¡No es mi problema! Aquí nadie viaja de gratis. Bájese ya o llamo a la patrulla.
Un silencio incómodo llenó el camión. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Yo sentí una punzada en el pecho, pero me quedé quieto, como todos los demás. El miedo a meterse en problemas, a llegar tarde, a ser señalado… pesa más que la compasión.
Doña Mercedes se levantó despacio. Sus piernas flaquitas temblaban bajo la falda larga. Caminó hacia la puerta trasera mientras el camión seguía avanzando despacio. Antes de bajar, se volvió hacia nosotros y dijo con voz clara:
—No se preocupen, hijos. Algún día todos vamos a estar viejos y solos. Ojalá ese día alguien les tienda la mano.
La puerta se cerró tras ella con un golpe seco. El camión arrancó y nadie dijo nada. Yo sentí vergüenza. Miré a mi alrededor: una señora con uniforme de limpieza miraba por la ventana; un joven con chamarra deportiva fingía dormir; una pareja discutía en voz baja sobre el dinero que no alcanza.
La lluvia seguía cayendo y yo no podía dejar de pensar en doña Mercedes, caminando sola bajo el aguacero, buscando refugio entre sombras y charcos. ¿Cuántas veces había pasado esto? ¿Cuántas veces habíamos sido testigos mudos de una injusticia?
Esa noche llegué tarde a casa. Mi mamá estaba viendo las noticias en la tele y mi hermana menor hacía tarea en la mesa. Me senté sin decir palabra y cené en silencio. No podía sacarme de la cabeza la imagen de doña Mercedes.
—¿Te pasa algo, hijo? —preguntó mi mamá.
—Nada… solo estoy cansado.
Mentí. Pero esa noche no dormí bien. Soñé con camiones vacíos, con calles mojadas y con ancianas que desaparecían en la oscuridad.
Al día siguiente, tomé el mismo camión a la misma hora. Don Ramiro estaba ahí, serio como siempre. Subí y pagué mi pasaje, pero esta vez miré a los ojos a cada persona que subía después de mí. Buscaba a doña Mercedes, pero no apareció.
Durante días pregunté por ella a otros pasajeros habituales:
—¿Sabe qué le pasó a la señora del rebozo azul?
Algunos encogían los hombros; otros decían que vivía sola en una vecindad cerca del mercado; otros ni siquiera sabían de quién hablaba.
Una tarde decidí bajarme antes y buscarla. Caminé entre puestos de frutas y verduras, preguntando por doña Mercedes. Una vendedora de tamales me dijo:
—La señora ya casi no sale desde que se cayó hace unos meses… Sus hijos viven lejos y casi no vienen a verla.
Me sentí peor. Pensé en mi propia abuela, allá en Puebla, esperando cada llamada mía como si fuera un regalo del cielo.
Esa noche hablé con mi mamá sobre lo que había pasado en el camión.
—Hijo, aquí todos vamos apurados… pero eso no justifica que dejemos solos a los viejitos —me dijo—. Cuando yo era niña, los abuelos eran sagrados. Ahora parece que estorban.
Sus palabras me dolieron más porque eran ciertas.
Pasaron semanas y nunca volví a ver a doña Mercedes en el camión. Pero su frase quedó grabada en mi memoria: “Algún día todos vamos a estar viejos y solos”.
Un día, al subir al camión, vi que una señora mayor subía con dificultad. Sin pensarlo dos veces, me levanté y le ofrecí mi asiento. Le ayudé a cargar su bolsa pesada y pagué su pasaje sin decir nada. Ella me miró sorprendida y me dio las gracias con una sonrisa tímida.
Desde entonces trato de ser más consciente: ayudo cuando puedo, escucho cuando alguien necesita hablar, llamo más seguido a mi abuela… Pero también sé que esto no es suficiente para cambiar todo lo que está mal.
A veces me pregunto: ¿cuándo fue que dejamos de vernos como familia? ¿Por qué nos cuesta tanto tender la mano? ¿Será que algún día aprenderemos a cuidar a quienes nos cuidaron primero?
¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho si hubieras estado ahí esa noche?