La Vacación que Rompió mi Familia: Un Verano de Decisiones, Dinero y Dolor
—¿Por qué solo él, mamá? ¿Por qué no puede ir también Camila?— pregunté con la voz quebrada, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho.
Mi madre, doña Teresa, ni siquiera levantó la vista del café que removía con parsimonia en la mesa de la cocina. Afuera, el calor del verano hacía vibrar el aire sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Monterrey. —Porque no alcanza, Martina. Ya te lo dije. Y además, Emiliano se ha portado muy bien este año. Se lo merece— respondió, como si estuviera hablando del clima.
Sentí que el mundo se me venía encima. Mi hija Camila, de apenas nueve años, escuchaba desde la sala, apretando su peluche contra el pecho. Sus ojos grandes y oscuros me buscaban, llenos de preguntas que yo no podía responder. ¿Cómo le explicas a una niña que su abuela la dejó fuera de unas vacaciones al mar porque «no alcanza»?
Mi hermano Julián llegó poco después, con su sonrisa de siempre y su aire de que todo está bien. —Martina, no hagas tanto drama. Mamá ya decidió. Además, Emiliano nunca ha visto el mar— dijo mientras abrazaba a su hijo. Sentí una punzada de celos y rabia. ¿Acaso Camila no merecía lo mismo?
La discusión se fue tornando más amarga con cada palabra. —¿Y por qué tengo que poner yo dinero para un viaje al que mi hija ni siquiera va?— le reclamé a mi mamá cuando me pidió que «aportara aunque sea un poco» para los gastos.
—Porque somos familia— contestó ella, como si eso lo justificara todo.
Pero yo ya estaba cansada de ser siempre la que cede, la que calla para evitar problemas. Mi esposo, Luis, trató de mediar: —Doña Teresa, ¿por qué no mejor esperamos y ahorramos todos para ir juntos el próximo año?— sugirió con cautela.
Mi madre lo miró como si hubiera dicho una tontería. —El tiempo pasa, Luis. Uno nunca sabe si va a poder hacerlo después— sentenció.
Esa noche, Camila lloró en silencio en su cuarto. Yo me senté a su lado y le acaricié el cabello. —No es tu culpa, mi amor. A veces los adultos tomamos decisiones que no entendemos ni nosotros mismos— le susurré, sintiéndome impotente.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi hermano y mi mamá hablaban entre ellos como si yo fuera invisible. Las miradas se volvieron frías, los saludos cortantes. En el grupo familiar de WhatsApp, las fotos del viaje empezaron a llegar: Emiliano en la playa, Emiliano comiendo helado, Emiliano abrazando a mi mamá frente al mar azul.
Camila veía las fotos una y otra vez. —¿Por qué la abuela no me quiere igual que a Emiliano?— me preguntó una tarde, con los ojos llenos de lágrimas.
No supe qué decirle. Sentí una rabia sorda contra mi madre y contra Julián. ¿Por qué nadie pensaba en lo que sentía Camila? ¿Por qué siempre era tan fácil excluirla?
La tensión explotó cuando mi mamá regresó del viaje. Quiso venir a vernos con regalos para «compensar» a Camila: una camiseta barata con un dibujo de delfines y una pulsera de plástico.
—Mira lo que te traje del mar— dijo con una sonrisa forzada.
Camila apenas miró los regalos y se fue a su cuarto sin decir palabra. Yo me quedé parada frente a mi madre, sintiendo cómo la distancia entre nosotras se hacía insalvable.
—¿De verdad crees que puedes comprar el cariño de mi hija con esto?— le dije en voz baja.
Mi mamá suspiró y se encogió de hombros. —No entiendes, Martina. Yo hago lo que puedo— murmuró.
Esa noche discutimos como nunca antes. Salieron a relucir viejos rencores: cómo siempre prefería a Julián porque era el varón; cómo yo tenía que ser fuerte porque «así son las mujeres»; cómo nunca había dinero suficiente para mí pero sí para los caprichos de mi hermano.
Luis intentó calmarme después: —No vale la pena pelear así por esto. Pero tampoco es justo para Camila— me dijo mientras me abrazaba en la cocina oscura.
Pasaron semanas antes de que pudiera hablarle a mi mamá sin sentir ese nudo en la garganta. Camila dejó de preguntar por ella; se volvió más callada, más distante. Yo trataba de llenar ese vacío con salidas al parque o tardes de películas, pero sabía que no era lo mismo.
Un domingo cualquiera, mientras preparaba café en silencio, mi mamá llegó sin avisar. Se sentó frente a mí y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Tal vez me equivoqué, hija— admitió en voz baja.—Pero no sé cómo arreglarlo.
Me quedé callada un momento largo. Por dentro sentía una mezcla de alivio y tristeza. —No sé si se puede arreglar todo, mamá. Pero tienes que entender lo que esto le hizo a Camila… y a mí también— le respondí.
Mi mamá asintió y se fue sin decir más. Desde entonces nuestra relación es tensa pero cordial; hablamos poco y casi siempre sobre cosas superficiales. Camila sigue preguntando menos por su abuela y yo sigo preguntándome si algún día podremos sanar esta herida.
A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificar la paz familiar por decisiones injustas? ¿Cuántas familias latinoamericanas han pasado por algo así? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?