¿Por qué siempre tengo que ser yo quien renuncie?
—¿Por qué siempre tengo que ser yo quien renuncie? —escuché mi propia voz, temblorosa, rebotando en las paredes de la cocina. Camila me miró, con los ojos cansados y el cabello recogido a la carrera, mientras sostenía a Emiliano, que lloraba sin consuelo desde hacía media hora.
No sé en qué momento dejamos de hablarnos con cariño. Hace seis meses, cuando nació Emiliano, sentí que el mundo se abría ante nosotros. Pero ahora, cada día es una batalla silenciosa, una competencia de quién cede más, quién duerme menos, quién aguanta mejor el cansancio. Camila, mi esposa, la mujer que conocí bailando cumbia en una fiesta de la universidad en Medellín, ahora es casi una extraña.
—No entiendes lo que es estar aquí todo el día —me dijo ella, con la voz quebrada—. Yo también tenía sueños, Julián. ¿Te acuerdas?
Claro que me acuerdo. Camila quería terminar su maestría en educación, trabajar en una fundación, cambiar el mundo. Pero cuando Emiliano llegó, todo cambió. Yo seguí yendo a la oficina, a veces hasta tarde, porque el jefe no entiende de permisos de paternidad. Camila se quedó en casa, y poco a poco, la alegría se fue apagando en sus ojos.
—¿Y tú crees que yo no renuncio a nada? —le respondí, sintiendo la rabia y la culpa mezclarse en mi pecho—. ¿Crees que es fácil salir cada mañana, dejarte aquí sola, y volver para encontrar todo igual o peor?
Esa noche, después de acostar a Emiliano, propuse lo impensable:
—¿Y si cambiamos de roles? Una semana. Yo me quedo en casa y tú vas a la fundación. A ver si así nos entendemos.
Camila me miró como si estuviera loco. Pero al día siguiente, lo hicimos. Ella se fue temprano, con una sonrisa nerviosa, y yo me quedé con Emiliano. Al principio pensé que sería fácil. ¿Qué tan difícil puede ser cuidar a un bebé?
A las dos horas ya estaba desesperado. Emiliano lloraba y no sabía por qué. Intenté darle el biberón, cambiarle el pañal, cantarle canciones. Nada funcionaba. La casa se fue llenando de platos sucios, ropa tirada, juguetes por todas partes. Mi mamá me llamó por videollamada y, al ver mi cara, solo dijo: «Eso te pasa por no valorar a tu esposa».
El segundo día, Camila llegó radiante. Me contó que en la fundación la recibieron con los brazos abiertos, que sintió que volvía a ser ella misma. Yo, en cambio, estaba al borde de las lágrimas. No había podido ni bañarme. Emiliano tenía fiebre y no sabía si debía llevarlo al médico o esperar. Llamé a Camila, pero ella no contestó. Me sentí solo, inútil, como si todo lo que había construido se desmoronara.
El tercer día, exploté. Cuando Camila llegó, le grité:
—¡No puedo más! ¡Esto es insoportable! ¿Cómo lo haces tú todos los días?
Ella me miró, con una mezcla de compasión y rabia.
—¿Ves? No es tan fácil como pensabas. Pero yo tampoco puedo más, Julián. Siento que me estoy perdiendo, que ya no soy yo.
Nos sentamos en el sofá, los dos llorando en silencio, mientras Emiliano dormía en su cuna. Por primera vez en meses, hablamos de verdad. De nuestros miedos, de las renuncias que nadie ve, de los sueños que se van quedando atrás. Camila me confesó que a veces odia la maternidad, que se siente culpable por no ser la madre perfecta. Yo le dije que a veces quiero huir, dejarlo todo y empezar de nuevo.
—¿Y si buscamos ayuda? —sugerí, con voz baja—. No podemos seguir así.
Empezamos a ir a terapia de pareja. No fue fácil. En cada sesión salían a flote resentimientos, culpas, heridas viejas. Pero poco a poco, aprendimos a escucharnos. A entender que no hay un solo camino para ser familia, que ambos tenemos derecho a soñar, a equivocarnos, a pedir ayuda.
Hoy, seis meses después de aquel experimento, las cosas no son perfectas. Camila volvió a trabajar medio tiempo en la fundación, y yo pedí reducción de jornada en la oficina. Compartimos las tareas, los desvelos, las pequeñas alegrías. Emiliano crece sano, y aunque a veces siento que sigo renunciando a mucho, ya no me pesa tanto.
A veces, en las noches, cuando todo está en silencio, me pregunto: ¿Cuántas familias viven lo mismo y no se atreven a hablarlo? ¿Por qué nos enseñaron que uno siempre tiene que ceder más que el otro? ¿No sería mejor aprender a renunciar juntos, en vez de solos?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que siempre les toca renunciar? ¿Cómo lo enfrentaron?