A los cincuenta, el corazón no olvida: La historia de un regreso imposible

—¿De verdad vas a hacer esto, Julián? —La voz de Lucía, mi esposa durante veintisiete años, retumba en la cocina como un trueno inesperado. El pastel de cumpleaños sigue intacto sobre la mesa; las velas ni siquiera se han encendido. Mis hijos, Camila y Tomás, me miran con una mezcla de incredulidad y rabia.

No sé cómo llegué a este punto. O tal vez sí lo sé, pero me da miedo admitirlo. Hace dos semanas, recibí un mensaje en Facebook: “Feliz cumpleaños adelantado, Julián. ¿Te acuerdas de mí? —Marina”. El corazón me dio un vuelco. Marina. Mi primer amor, la mujer que me enseñó a soñar cuando apenas era un muchacho en las calles polvorientas de Córdoba. La que se fue a México con su familia y me dejó con promesas rotas y cartas sin respuesta.

Durante años creí que la había superado. Me casé con Lucía, tuvimos dos hijos hermosos, construimos una vida juntos en Buenos Aires. Pero cada tanto, en noches de insomnio o cuando escuchaba una canción de Charly García, su recuerdo volvía como un fantasma amable pero insistente. ¿Cómo se olvida un amor así?

El mensaje de Marina fue solo el principio. Hablamos durante horas por videollamada. Ella también estaba casada, también tenía hijos, pero su voz seguía teniendo esa risa que me desarmaba. Me contó que venía a Argentina por trabajo y quería verme. Sentí miedo y emoción al mismo tiempo.

La noche que nos reencontramos en un café de Palermo, el tiempo retrocedió treinta años. Hablamos de todo: de nuestros padres ya viejos, de los sueños que no cumplimos, de las heridas que nunca cerraron. Cuando me tomó la mano sobre la mesa, supe que estaba perdido.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó Marina con los ojos llenos de lágrimas.

No supe qué responderle entonces. Pero esa noche no dormí. Miré a Lucía a mi lado, tan familiar y tan lejana al mismo tiempo. Pensé en mis hijos, en la casa que construimos con esfuerzo, en los domingos de asado y fútbol. Pero también pensé en lo que nunca tuve el valor de buscar: mi propia felicidad.

Hoy, en mi cumpleaños número cincuenta, decidí hablar. No fue una conversación; fue una explosión. Lucía gritó, lloró, me insultó. Camila se encerró en su cuarto y Tomás me dijo que era un cobarde. Yo solo pude decir la verdad:

—No es por una mujer más joven ni por una aventura. Es por alguien que nunca dejé de amar.

La culpa me ahoga mientras recojo mis cosas en silencio. El departamento se siente más frío que nunca. Afuera llueve y el sonido acompaña mi tristeza. Pienso en mi madre, que siempre decía: “Uno debe ser valiente para ser feliz”. Pero ¿es valentía o egoísmo lo que estoy haciendo?

En el taxi hacia el hotel donde Marina se hospeda, repaso cada momento con Lucía: los nacimientos de nuestros hijos, las peleas por dinero cuando la crisis del 2001 nos dejó sin nada, las reconciliaciones silenciosas después de cada tormenta. ¿Cómo se deja atrás una vida entera?

Marina me espera en el lobby con una sonrisa temblorosa. Nos abrazamos como si el tiempo no existiera. Pero incluso en ese abrazo siento el peso del dolor que dejo atrás.

—¿Estás seguro? —me pregunta ella.

—No lo sé —respondo—. Pero no puedo seguir viviendo con esta mentira.

Esa noche hablamos hasta el amanecer. Marina me cuenta que su matrimonio también está roto desde hace años, pero nunca tuvo el coraje de irse. Hablamos de nuestros hijos y del miedo a ser juzgados por ellos.

—¿Y si nos odian para siempre? —pregunta ella.

—Tal vez lo hagan —le digo—. Pero prefiero que me odien por ser honesto a que me quieran por ser infeliz.

Los días siguientes son un torbellino: llamadas de mis suegros insultándome, mensajes de amigos diciendo que estoy loco, silencios dolorosos de mis hijos. En el trabajo todos murmuran a mis espaldas; algunos me felicitan por mi “valentía”, otros me miran como si fuera un traidor.

A veces dudo. Me pregunto si no hubiera sido mejor quedarme y fingir hasta el final. Pero cuando estoy con Marina siento algo que creía perdido: esperanza.

Un domingo cualquiera, Camila acepta verme en un café del centro.

—Papá, ¿por qué lo hiciste? —me pregunta con los ojos llenos de lágrimas.

—Porque no quería morirme sin intentarlo —le digo—. Porque merezco ser feliz aunque sea tarde.

Ella no responde. Solo se levanta y se va sin mirar atrás.

Sé que tal vez nunca me perdonen. Sé que he destruido algo irremplazable. Pero también sé que la vida es demasiado corta para vivirla con miedo.

Hoy cumplo cincuenta años y empiezo de nuevo. No sé si esto es amor o locura; solo sé que es real.

¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un amor del pasado? ¿O es solo una ilusión peligrosa? Los leo.