Amor y rencor en la casa de los Guzmán

—Otra vez esa presumida de Mariana colgando la ropa como si fuera desfile—susurré apretando la cortina entre mis dedos, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho. El sol de Monterrey caía a plomo sobre el patio, y cada prenda que ella colgaba parecía una provocación directa a mi paciencia. Mi madre, sentada en la mesa del comedor, ni siquiera levantó la vista de su costura.

—Déjala, Lucía. ¿Qué te importa lo que haga esa mujer?—me dijo con ese tono cansado que usaba cuando ya no quería discutir.

Pero sí me importaba. Me importaba demasiado. Desde que Mariana y su esposo se mudaron a la casa de al lado, todo en nuestra vida parecía girar alrededor de ellos: sus fiestas ruidosas, sus autos nuevos, sus hijos perfectos. Y yo, Lucía Guzmán, la hija mayor de una familia rota, sentía que cada día era una competencia que siempre perdía.

Mi padre había desaparecido cuando yo tenía doce años. Una noche simplemente no volvió. Mamá nunca quiso hablar del tema, pero los rumores en la colonia decían que se había ido con otra mujer, una tal Patricia que vendía tamales en la esquina. Desde entonces, todo lo que hacíamos era sobrevivir: mamá cosía para afuera, yo trabajaba en una tienda de abarrotes después de la prepa, y mi hermano menor, Emiliano, se metía en problemas cada vez más graves.

Esa tarde, mientras veía a Mariana sacudir las sábanas blancas como si fueran banderas de victoria, sentí que algo dentro de mí se rompía. Bajé corriendo al patio y empecé a tender nuestra ropa vieja junto a la suya, como si así pudiera borrar la diferencia entre nosotras.

—¿Te ayudo, Lucía?—preguntó Mariana con esa sonrisa perfecta que tanto odiaba.

—No hace falta—le respondí sin mirarla.

—Tus camisas huelen rico. ¿Qué jabón usas?

Me mordí la lengua para no contestar con veneno. ¿Por qué tenía que ser tan amable? ¿Por qué no podía odiarla en paz?

Esa noche, mientras cenábamos frijoles refritos y tortillas frías, Emiliano llegó con la cara golpeada y los ojos llenos de rabia.

—¿Qué te pasó ahora?—preguntó mamá sin sorpresa.

—Nada. Unos tipos en la cancha. No es para tanto.

Pero yo sabía que sí era para tanto. Emiliano se estaba metiendo con gente peligrosa. Lo vi sacar un fajo de billetes arrugados del bolsillo y esconderlo bajo el colchón cuando pensó que nadie lo miraba.

Al día siguiente, Mariana vino a tocar la puerta con un pastel de tres leches en las manos.

—Hice de más. Pensé que les gustaría probarlo.

Mamá aceptó el pastel con una sonrisa agradecida, pero yo apenas pude decir gracias. Sentía que cada gesto amable era una humillación más.

Esa noche no pude dormir. Escuché a Emiliano salir por la ventana y lo seguí a escondidas. Lo vi reunirse con unos tipos en una esquina oscura. Hablaban en voz baja, intercambiaban paquetes y dinero. Sentí miedo por primera vez en mucho tiempo.

Al volver a casa, Mariana estaba sentada en las escaleras de su patio trasero, fumando un cigarro. Me vio pasar y me hizo una seña para que me acercara.

—¿Todo bien, Lucía?

No sé por qué, pero esa noche le conté todo: lo de mi papá, lo de Emiliano, lo sola que me sentía. Mariana me escuchó sin interrumpir y luego puso su mano sobre la mía.

—No tienes que cargar con todo sola. Si necesitas ayuda, aquí estoy.

Por primera vez sentí que alguien realmente me veía. Pero también sentí culpa por todo el odio que le había guardado.

Los días siguientes fueron un torbellino: Emiliano fue arrestado por robo; mamá enfermó del corazón; yo tuve que dejar el trabajo para cuidar la casa. Mariana estuvo ahí todo el tiempo: nos llevó comida, nos ayudó con los trámites del hospital, incluso consiguió un abogado para mi hermano.

Una tarde, mientras lavábamos juntas los platos en mi cocina, le pregunté:

—¿Por qué haces todo esto por nosotros?

Mariana sonrió triste.

—Porque yo también sé lo que es sentirse sola. Mi esposo me engaña desde hace años y mis hijos apenas me hablan. A veces ayudar a otros es la única forma de no sentirme tan vacía.

Lloramos juntas esa tarde. El rencor se fue desvaneciendo poco a poco, reemplazado por una extraña complicidad.

Cuando Emiliano salió libre bajo fianza, fue Mariana quien lo recibió con un abrazo. Mamá empezó a recuperarse y yo conseguí un nuevo trabajo gracias a un contacto suyo.

Pero el barrio nunca olvida ni perdona tan fácil. Pronto comenzaron los chismes: que si Mariana y yo éramos demasiado amigas; que si ella ayudaba porque quería quedarse con nuestra casa; que si Emiliano le debía favores peligrosos a su esposo.

Una noche encontré a mamá llorando en silencio.

—¿Qué vamos a hacer si nos quitan todo?—me preguntó con miedo.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—No nos van a quitar nada, mamá. Lo único que tenemos es lo que somos juntas.

Pero yo también tenía miedo. Miedo de perder lo poco que habíamos construido; miedo de confiar y volver a ser traicionada; miedo de amar después de tanto odio acumulado.

El día que Mariana decidió irse del barrio fue uno de los más tristes de mi vida. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No permitas que el rencor te robe la oportunidad de ser feliz.

Ahora miro por la ventana y ya no veo su ropa colgada ni escucho su risa en el patio. Pero cada vez que tiendo mi propia ropa al sol pienso en ella y en todo lo que aprendí sobre el amor y el perdón.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de sanar solo por orgullo? ¿Cuántas veces confundimos enemistad con miedo a ser vulnerables? ¿Y tú… has sentido alguna vez ese rencor que no te deja vivir?