Cuando el amor desafía las raíces: La historia de Camila y Rodrigo
—¿Por qué tienes que ser tan terca, Camila? —gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia—. ¡Ese muchacho no es para ti! ¿No ves que ni siquiera es de aquí?
Sentí el corazón apretado, como si una mano invisible me estrujara el pecho. Miré a mi madre, a su cabello recogido, a sus manos temblorosas. Quise abrazarla, decirle que todo estaría bien, pero las palabras se me atoraron en la garganta. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de zinc del barrio Santo Domingo, y yo solo pensaba en Rodrigo.
Lo conocí una tarde cualquiera, cuando ayudaba a repartir mercados en la parroquia. Tenía los ojos grandes y una sonrisa tímida. «¿Te ayudo con esas cajas?», me preguntó con acento extranjero. Yo asentí, sin imaginar que ese gesto sencillo sería el inicio de todo.
Rodrigo había llegado de Maracaibo hacía dos años, huyendo de la crisis en Venezuela. Vivía con su hermana y su sobrino en una casa prestada, trabajando en lo que saliera: vendiendo arepas en la esquina, lavando carros, cargando bultos en la plaza. Pero siempre tenía tiempo para ayudar en la parroquia. Eso fue lo primero que me enamoró de él: su bondad.
Al principio, nuestras conversaciones eran inocentes. Hablábamos de música, de fútbol, de lo difícil que era la vida para los dos. Pero poco a poco, los silencios se llenaron de miradas largas y sonrisas nerviosas. Una tarde, mientras acomodábamos bolsas de arroz, rozó mi mano sin querer. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.
—Camila —susurró—, ¿tú crees que uno puede empezar de cero?
No supe qué responderle. Yo también sentía que mi vida necesitaba un nuevo comienzo.
La primera vez que lo llevé a mi casa fue para el cumpleaños de mi hermano menor. Mi papá lo miró de arriba abajo, como si fuera un extraño peligroso. Mi mamá apenas le dirigió la palabra. «¿Y tus papeles?», preguntó mi tío entre risas incómodas. Rodrigo sonrió, tratando de no mostrar su incomodidad.
Esa noche, mi madre me llamó a la cocina.
—Camila, ese muchacho no es para ti. No tiene futuro aquí. ¿Qué dirán las vecinas? ¿Qué va a pensar tu abuela? Tú sabes cómo es esta familia.
Yo solo bajé la cabeza. Sabía que no era fácil para ellos aceptar a alguien tan diferente, pero tampoco era fácil para mí renunciar a lo que sentía.
Con el tiempo, los rumores empezaron a correr por el barrio. «La hija de doña Gloria anda con un venezolano», decían las vecinas mientras barrían las aceras. Mi hermano dejó de hablarme por semanas. Mi papá llegaba tarde del trabajo y evitaba mirarme a los ojos.
Pero Rodrigo nunca se rindió. Me esperaba afuera del colegio donde yo daba clases a los niños del barrio. Caminábamos juntos hasta la estación del metro y hablábamos de nuestros sueños: él quería montar un restaurante; yo soñaba con estudiar psicología.
Una tarde, mientras caminábamos por la Avenida Oriental, Rodrigo se detuvo y me tomó las manos.
—Camila, yo sé que esto no es fácil para ti ni para mí. Pero te juro que voy a luchar por nosotros. No quiero que tengas miedo.
Lo abracé fuerte, sintiendo su corazón latir tan rápido como el mío.
Pero el miedo era real. Una noche, mi papá llegó borracho y empezó a gritarme:
—¡Aquí no quiero extranjeros! ¡Aquí no quiero problemas! Si sigues con ese muchacho, te vas de esta casa.
Lloré toda la noche en silencio, abrazada a mi almohada. Pensé en irme con Rodrigo, pero ¿a dónde? Él apenas tenía para sobrevivir; yo no quería ser una carga más en su vida.
Las semanas pasaron y el ambiente en mi casa se volvió insoportable. Mi mamá dejó de hablarme; mi hermano me ignoraba; mi papá apenas comía en la mesa conmigo. Solo mi abuela me miraba con ternura y me decía bajito:
—El amor es como el agua: siempre busca por dónde pasar.
Un día, Rodrigo llegó con malas noticias: su hermana había decidido regresar a Venezuela porque aquí no conseguía trabajo y el alquiler subía cada mes.
—No sé qué hacer, Cami —me dijo con los ojos llenos de lágrimas—. No quiero dejarte sola aquí… pero tampoco puedo quedarme sin techo.
Sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? ¿Por qué el amor tenía que doler tanto?
Esa noche tomé una decisión: hablé con mi abuela y le pedí ayuda. Ella me abrazó y me dijo:
—Si amas a ese muchacho, lucha por él. No vivas la vida que otros quieren para ti.
Con su apoyo, enfrenté a mis padres al día siguiente.
—Papá, mamá —dije temblando—, yo amo a Rodrigo. No me importa de dónde viene ni lo que digan los demás. Si tengo que irme de esta casa para estar con él, lo haré.
Mi papá me miró largo rato antes de levantarse y salir sin decir palabra. Mi mamá rompió en llanto y se encerró en su cuarto.
Esa noche dormí en casa de mi abuela. Al día siguiente, Rodrigo y yo buscamos un cuarto pequeño donde vivir juntos. No fue fácil: nos miraban mal por ser jóvenes y él por ser extranjero. Pero al final encontramos un lugar humilde cerca del centro.
Los primeros meses fueron duros: trabajábamos todo el día para pagar el arriendo y apenas nos alcanzaba para comer. Pero cada noche nos abrazábamos fuerte y nos prometíamos no rendirnos.
Poco a poco, mi familia empezó a visitarnos. Primero fue mi abuela; luego mi hermano vino a dejarme unos libros; después mi mamá llegó con una olla de sancocho y lágrimas en los ojos.
—Perdóname hija —me dijo—. Solo quiero verte feliz.
Mi papá tardó más tiempo en aceptar nuestra relación, pero un día llegó con una bolsa de arepas y se sentó a comer con nosotros en silencio. Su manera torpe de pedir perdón me hizo llorar.
Hoy han pasado tres años desde que tomé esa decisión. Rodrigo y yo seguimos luchando juntos; él logró abrir una pequeña arepera y yo estudio psicología en las noches. No ha sido fácil, pero cada día agradezco haber elegido el amor sobre el miedo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas historias como la nuestra se quedan sin contarse por miedo al qué dirán? ¿Cuántos amores se pierden por culpa de los prejuicios? ¿Vale la pena renunciar a uno mismo para complacer a los demás?