Cuando el amor duele: Mi renacer tras dejarlo todo

—¡Ya basta, Ernesto! ¡No puedo más! —grité, con la voz quebrada y las manos temblando, mientras los platos caían al suelo y el eco de mi desesperación llenaba la casa. Mis hijos, Valeria y Tomás, miraban desde la puerta del pasillo, sus ojos grandes y asustados, como si de pronto su madre se hubiera convertido en una extraña.

Esa noche, después de veinte años de matrimonio, supe que algo en mí se había roto para siempre. Ernesto, mi esposo, me miró con ese gesto frío que se había vuelto costumbre en los últimos años. —¿Y ahora qué vas a hacer, Lucía? ¿Dejarme? ¿Abandonar a tus hijos?—. Su voz era un susurro venenoso, y sentí cómo la culpa me apretaba el pecho.

No fue una decisión repentina. Durante años soporté sus gritos, sus silencios, la indiferencia que me hacía sentir invisible. En nuestro pequeño departamento en el centro de Mendoza, la rutina era una cárcel: preparar el desayuno, ir al trabajo en la panadería de mi hermana, volver a casa, fingir sonrisas para los chicos. Pero cada noche, cuando Ernesto llegaba cansado y frustrado, el ambiente se llenaba de tensión. A veces, el miedo era tan grande que me quedaba despierta hasta el amanecer, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome en qué momento mi vida se había vuelto tan gris.

La mañana siguiente a esa pelea, hice las valijas en silencio. Valeria me miró con lágrimas en los ojos. —¿Por qué te vas, mamá?—. Tomás, con apenas catorce años, no me habló. Sentí que los estaba traicionando, pero también sabía que quedarme sería traicionarme a mí misma.

Me fui a vivir con mi hermana Mariana, a un barrio humilde en las afueras. La casa era pequeña, pero al menos podía respirar. Las primeras semanas fueron un infierno: Ernesto llamaba todos los días para insultarme, mis hijos no respondían mis mensajes y mi madre, desde San Juan, me decía que una mujer decente aguanta por su familia. «¿Y tus hijos? ¿No pensaste en ellos?», repetía una y otra vez.

En la panadería, las clientas murmuraban a mis espaldas. «Pobrecita Lucía, dejó al marido… ¿Quién sabe qué habrá pasado?». Sentía sus miradas como agujas en la espalda. A veces pensaba en volver, pedirle perdón a Ernesto y fingir que nada había pasado. Pero luego recordaba las noches de llanto, los insultos, la soledad compartida.

Un día, mientras acomodaba medialunas en la vitrina, Valeria entró a la panadería. Tenía los ojos hinchados y el ceño fruncido. —Papá dice que sos una egoísta. Que nos dejaste solos—. Su voz era dura, pero temblaba. Me acerqué despacio y le tomé las manos. —Hija, yo también estoy rota. No me fui por ustedes. Me fui porque ya no podía más—. Ella apartó la mirada y salió corriendo. Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Las noches eran largas y solitarias. Me preguntaba si había hecho lo correcto. Soñaba con mis hijos, con la casa que había dejado atrás, con los domingos de asado en familia. Pero también soñaba con una Lucía diferente: una mujer capaz de reír sin miedo, de caminar por la calle sin sentir vergüenza.

Un sábado por la tarde, Mariana me llevó a una reunión de mujeres del barrio. Allí conocí a Rosa, una señora mayor que había pasado por algo parecido. —Al principio te sentís culpable, pero después te das cuenta de que nadie puede vivir tu vida por vos—, me dijo mientras tomábamos mate. Sus palabras me dieron fuerza.

Poco a poco, empecé a reconstruirme. Volví a leer novelas, a salir a caminar por el parque San Martín, a soñar con abrir mi propia panadería algún día. Pero el dolor seguía ahí, como una herida que no terminaba de cerrar.

Un día recibí un mensaje de Tomás: «Mamá, ¿podemos vernos?». El corazón me dio un vuelco. Nos encontramos en una plaza cerca de su colegio. Al principio no dijo nada; solo me abrazó fuerte. —Te extraño—, murmuró. Lloramos juntos bajo los árboles, y sentí que, aunque el camino sería largo, todavía había esperanza.

Con Valeria fue más difícil. Ella estaba llena de rabia y confusión. Me culpaba por haber roto la familia. —Vos eras mi ejemplo, mamá. Ahora no sé en qué creer—. No supe qué decirle. Solo le pedí tiempo.

Los meses pasaron. Ernesto rehizo su vida rápido; lo vi una vez con otra mujer en el centro. Sentí celos y alivio al mismo tiempo. Mi madre dejó de hablarme por un tiempo, pero luego me llamó para preguntarme si necesitaba algo. Mariana fue mi sostén incondicional.

Hoy, después de un año, sigo luchando por reconstruir el vínculo con mis hijos. A veces siento que avanzo dos pasos y retrocedo uno. Pero también aprendí a quererme un poco más, a no sentir vergüenza por buscar mi felicidad.

A veces me pregunto: ¿Hice bien en elegir mi libertad aunque eso significara perderlo todo? ¿Cuántas mujeres más viven en silencio lo que yo viví? ¿Vale la pena sacrificar tu vida por miedo al qué dirán?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es posible volver a empezar sin perder a quienes más amás?