Cuando el sacrificio se vuelve invisible: La historia de Mariana y Lucía

—¿Otra vez llegaste tarde, Mariana? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo dejaba las bolsas del mercado sobre la mesa. El sudor me corría por la frente y las piernas me temblaban después de correr bajo la lluvia para conseguirle a Lucía sus medicinas.

—Perdón, ma. Es que la farmacia estaba llena y Lucía necesitaba esto urgente —respondí, sin mirar a nadie, porque ya conocía esa mirada de decepción.

Lucía ni siquiera levantó la vista del celular. Apenas murmuró un “gracias” que se perdió entre los mensajes de voz que enviaba a sus amigas. Yo, como siempre, fui invisible.

Desde que papá se fue con otra mujer y mamá tuvo que trabajar doble turno en el hospital, yo me convertí en la sombra de Lucía. Ella era la menor, la consentida, la que siempre tenía una excusa para no hacer nada en casa. Yo era la responsable, la que sacaba buenas notas, la que cuidaba a todos. Nadie preguntaba cómo estaba yo.

Recuerdo una tarde de diciembre, cuando tenía quince años y Lucía apenas diez. Mamá llegó llorando porque no teníamos dinero para la cena de Navidad. Yo vendí mis pulseras tejidas en el parque para comprar un pollo y algo de pan dulce. Lucía lloró porque no había regalos. Nadie notó mi sacrificio.

Los años pasaron y el patrón se repitió. Lucía salía con chicos problemáticos, se metía en líos en la escuela, y yo era quien iba a buscarla a la comisaría o a hablar con los profesores. Mamá siempre decía: “Tienes que entenderla, Mariana. Ella es más sensible”. Pero ¿quién me entendía a mí?

El año pasado, cuando conseguí mi primer trabajo como asistente administrativa en una pequeña empresa de Monterrey, pensé que por fin podría ahorrar para mis estudios universitarios. Pero Lucía perdió su beca por faltar tanto a clases y mamá me pidió que le prestara parte de mi sueldo para pagarle un curso privado. Lo hice sin protestar, aunque eso significó dejar de comprarme los libros que tanto quería.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con tortillas, escuché a Lucía hablando por teléfono:

—No sé por qué Mariana siempre anda tan amargada. Si todo lo que hace es trabajar y estudiar. Ni novio tiene —se reía con su amiga Brenda.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que mi vida era aburrida? ¿Que todo mi esfuerzo no valía nada?

La gota que derramó el vaso llegó hace dos semanas. Era el cumpleaños de mamá y yo había planeado una pequeña reunión familiar. Cociné su platillo favorito, decoré la casa con globos y hasta invité a mi tía Rosa. Lucía prometió encargarse del pastel. Cuando llegó la hora, ella apareció dos horas tarde, sin pastel y con olor a cigarro.

—Se me olvidó —dijo encogiéndose de hombros—. Además, ¿qué importa? Si mamá ni se da cuenta.

Mamá no dijo nada. Solo suspiró y se fue a su cuarto. Yo recogí los platos sola mientras Lucía salía otra vez con sus amigos.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Me sentí vacía, usada, invisible. ¿Por qué seguía sacrificándome por alguien que ni siquiera podía cumplir una promesa tan simple?

Al día siguiente, decidí hablar con Lucía. La encontré en la sala viendo videos en su celular.

—Lucía, ¿puedo hablar contigo?

—¿Ahora qué hice? —respondió sin mirarme.

—Estoy cansada —le dije con voz temblorosa—. Cansada de ser siempre la que resuelve todo, la que te cubre las espaldas, la que sacrifica sus sueños por ti. ¿Alguna vez has pensado en lo que yo siento?

Ella soltó una risa seca.

—Ay, Mariana, no exageres. Nadie te obliga a hacer nada por mí.

Sentí como si me clavaran un cuchillo en el pecho.

—¿De verdad piensas eso? —pregunté—. ¿Que todo lo hago porque quiero y no porque siento que si no lo hago nadie más lo hará?

Lucía me miró por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos estaban llenos de indiferencia.

—Pues sí. Si tanto te molesta, deja de hacerlo.

Me quedé helada. Esa noche dormí poco y mal. Al día siguiente, tomé una decisión: dejaría de cargar con los problemas de todos menos los míos.

Empecé a ahorrar para mi universidad y rechacé prestarle dinero a Lucía cuando me lo pidió para salir con sus amigos. Mamá se molestó al principio, pero le expliqué que necesitaba pensar en mi futuro.

Lucía se alejó aún más. Me ignoraba o hacía comentarios sarcásticos sobre mi “nuevo egoísmo”. Pero yo sentí un alivio inmenso, como si por fin pudiera respirar después de años bajo el agua.

Un día recibí una carta de aceptación para una beca universitaria en Guadalajara. Lloré de felicidad y miedo al mismo tiempo. Cuando se lo conté a mamá, me abrazó fuerte y me pidió perdón por no haber visto antes mi dolor.

Lucía solo dijo:

—Suerte allá. Ojalá encuentres lo que buscas.

No sé si algún día nuestra relación sanará o si ella entenderá todo lo que hice por amor. Pero hoy sé que mi valor no depende de su gratitud ni del sacrificio silencioso.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en América Latina viven cargando con el peso invisible del sacrificio? ¿Hasta cuándo vamos a dejar de ser las sombras para convertirnos en protagonistas de nuestra propia vida?