El precio de un matrimonio por despecho
—¿De verdad vas a casarte con Nadina? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, entre el aroma del café recién colado y el sonido de la lluvia golpeando el techo de lámina.
No respondí. Solo apreté la taza con fuerza, como si pudiera exprimir de ella una respuesta que calmara el temblor en mis manos. Mi hermana menor, Lucía, me miraba desde la puerta, sus ojos grandes llenos de preguntas. Nadie en la familia entendía mi decisión. Ni siquiera yo.
Hace apenas seis meses, mi vida era otra. María y yo éramos inseparables. Caminábamos por las calles empedradas de San Cristóbal de las Casas, riendo, soñando con un futuro juntos. Yo estaba seguro de que ella era la mujer con la que quería envejecer. Pero cada vez que le hablaba de casarnos, ella cambiaba de tema, se reía nerviosa o simplemente se iba a atender a algún cliente en la panadería de su tía.
—¿Por qué te da miedo hablar del futuro? —le pregunté una tarde, mientras el sol caía sobre los tejados rojizos.
—No es miedo, Olmo —me dijo, usando ese apodo que solo ella me decía—. Es que… no sé si estoy lista.
Pero yo sí lo estaba. Y cuando descubrí que María tenía algo con Julián, el hijo del alcalde, sentí cómo mi mundo se desmoronaba. No fue una infidelidad física —al menos eso decía ella—, pero los mensajes, las miradas y las salidas a escondidas me bastaron para sentirme traicionado.
La rabia me consumió. Quería demostrarle que podía seguir adelante sin ella. Que no la necesitaba para ser feliz. Y entonces apareció Nadina: dulce, comprensiva, siempre dispuesta a escucharme. No la amaba, pero ella sí parecía amarme a mí. O al menos eso creía.
El día de la boda fue un desfile de sonrisas forzadas y abrazos incómodos. Mi padre me apretó el hombro antes de entrar a la iglesia:
—No tienes que hacer esto si no quieres, hijo.
Pero ya era tarde. Los invitados murmuraban, algunos sabían del escándalo con María y Julián. Sentí sus miradas clavadas en mi espalda mientras caminaba hacia el altar. Nadina temblaba a mi lado; su madre lloraba de emoción, sin saber que yo solo estaba allí para huir del dolor.
Las primeras semanas fueron un infierno disfrazado de rutina. Nadina cocinaba mi comida favorita, intentaba animarme con planes para el futuro. Pero yo solo pensaba en María: en su risa, en la forma en que se recogía el cabello cuando hacía calor, en cómo olía su piel después de la lluvia.
Una noche, después de una discusión absurda sobre las cuentas del supermercado, Nadina explotó:
—¡Dime la verdad! ¿Todavía piensas en ella?
No pude mentirle. Bajé la mirada y sentí cómo se me quebraba la voz:
—No sé cómo dejar de hacerlo.
Ella lloró toda la noche. Yo dormí en el sofá, sintiendo que había arruinado dos vidas: la suya y la mía.
Mi madre dejó de hablarme por semanas. Lucía me evitaba en los pasillos de la casa familiar. En el pueblo, los rumores crecían: que si Nadina estaba embarazada (no era cierto), que si yo seguía viendo a María (tampoco era cierto), que si todo era culpa mía (eso sí era cierto).
Un domingo cualquiera, mientras ayudaba a mi padre a arreglar el techo del gallinero, él me miró con esa seriedad que solo usan los hombres cuando van a decir algo importante:
—Uno no puede construir su felicidad sobre el dolor ajeno, Olmo. Ni sobre su propio dolor.
No supe qué responderle. Solo sentí una punzada en el pecho y ganas de salir corriendo hasta perderme entre los cafetales.
Los meses pasaron y la distancia entre Nadina y yo se volvió insalvable. Ella empezó a salir más con sus amigas; yo me refugié en el trabajo y en largas caminatas por los cerros. Una tarde, al volver a casa, encontré una carta sobre la mesa:
«Olmo,
No puedo seguir fingiendo que esto es suficiente para los dos. Te mereces sanar y yo merezco ser amada de verdad. Ojalá algún día puedas perdonarte y encontrar lo que buscas.
Nadina»
Me desplomé en la silla y lloré como no lo hacía desde niño. Sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Llamé a mi madre esa noche; vino sin decir palabra y me abrazó fuerte.
—A veces hay que tocar fondo para aprender —susurró.
Hoy han pasado dos años desde aquel matrimonio fallido. María se fue del pueblo; dicen que vive en Monterrey y que está feliz con Julián. Nadina rehizo su vida; la vi hace poco en el mercado con un hombre que le sonreía como yo nunca pude hacerlo.
Yo sigo aquí, aprendiendo a perdonarme poco a poco. A veces pienso en lo fácil que es dejarse llevar por el orgullo y lo difícil que es reparar lo que uno rompe por dentro.
¿Alguna vez han sentido que tomaron una decisión solo para demostrarle algo a alguien más? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por orgullo? Los leo.