El Secreto de los Billetes: La Verdad Entre Mi Esposo y Su Madre
—¿Por qué la luz se fue justo hoy, mamá? —pregunté, temblando en mi vestido blanco, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del juzgado. Mi madre me apretó la mano y me susurró: —A veces, hija, la vida nos manda señales. Pero yo no quería escuchar señales; solo quería dejar de sentirme sola.
José estaba a mi lado, sonriente, con esa seguridad que siempre me hacía sentir protegida. Nos casamos bajo la luz de las velas, con los testigos murmurando que era una boda diferente, casi mágica. Pero en el fondo, yo sabía que no era amor lo que sentía por él. Era más bien una esperanza desesperada de ser feliz, de dejar atrás los años de carencias y peleas en casa de mis padres en Puebla.
Al principio todo fue sencillo. José trabajaba como contador en una empresa de autopartes y yo daba clases de primaria. Compartíamos un departamento pequeño, pero lleno de plantas y fotos familiares. Su familia venía cada domingo: su madre, Doña Carmen, siempre con un pastel; su hermana, Lucía, criticando mi sazón; su padre, Don Ernesto, preguntando cuándo llegarían los nietos.
Pero pronto empecé a notar cosas extrañas. José llegaba tarde, decía que tenía juntas o que se quedaba ayudando a su jefe. Yo revisaba la despensa y veía que el dinero no alcanzaba. Un día, mientras lavaba ropa, encontré un recibo bancario en el pantalón de José: transferencia de $7,000 pesos a nombre de Carmen Ramírez. Mi corazón se detuvo.
Esa noche lo enfrenté:
—José, ¿por qué le mandas dinero a tu mamá?
Él bajó la mirada y murmuró:
—Es que ella lo necesita… tú sabes cómo es mi papá, nunca le da suficiente para sus medicinas.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —le grité—. ¡Estamos batallando para pagar la renta!
Me abrazó y me prometió que solo sería por un tiempo. Pero las transferencias siguieron. Yo me sentía invisible, como si mi esfuerzo no valiera nada. Empecé a trabajar horas extras, a vender postres entre las maestras para completar el gasto. Mi suegra seguía llegando cada domingo con su pastel y sus críticas veladas: “Ay, hija, ¿no has pensado en buscar otro trabajo? José se ve tan cansado”.
Una tarde, después de clases, fui al banco a sacar lo poco que quedaba para la quincena. La cajera me miró con lástima cuando vio el saldo: $300 pesos. Salí llorando y llamé a mi madre.
—¿Por qué aguantas eso? —me preguntó—. Tú vales mucho más.
Pero yo tenía miedo. Miedo al qué dirán, miedo a estar sola otra vez.
Las peleas con José se volvieron rutina. Él me acusaba de ser egoísta, de no entender lo que era la familia. Yo le gritaba que su familia también era yo. Una noche, después de una discusión especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el piso frío.
Un sábado cualquiera, Lucía llegó sin avisar y escuché cómo le decía a José en la cocina:
—¿Ya le dijiste a Mariana que mamá quiere que le compres el refrigerador nuevo?
—No puedo ahorita —susurró él—. Mariana está sospechando.
Sentí un nudo en el estómago. Salí y les grité:
—¡No soy tonta! ¡Sé todo lo que hacen!
Lucía me miró con desprecio:
—Si no puedes con la familia de José, mejor vete.
Esa noche dormí en casa de mi madre. Me sentí derrotada, pero también libre por primera vez en años. Mi madre me preparó chocolate caliente y me acarició el cabello como cuando era niña.
—Hija —me dijo—, nadie merece cargar sola con los problemas de dos familias.
Pasaron semanas antes de que José viniera a buscarme. Llegó con flores marchitas y una promesa vacía:
—Voy a cambiar… pero necesito que entiendas que mi mamá es primero.
Ahí lo supe: nunca fui su prioridad. Decidí pedir el divorcio. Mis amigas me decían que era valiente; yo solo sentía miedo y tristeza. Pero poco a poco recuperé mi vida: volví a pintar, salí con mis amigas al cine del centro, aprendí a decir “no” sin culpa.
A veces veo a José en el mercado con Doña Carmen del brazo. Me mira con nostalgia y yo solo siento alivio.
¿Hasta cuándo vamos a cargar las mujeres mexicanas con el peso de familias ajenas? ¿Cuántas veces más vamos a callar para no romper con las expectativas? Ojalá mi historia sirva para que otras se atrevan a elegir su propia felicidad.