Entre dos fuegos: La distancia con mi madre

—¿Vas a llamarla hoy? —La voz de Rodrigo retumba en la cocina, mientras el café burbujea y el olor a pan tostado apenas logra suavizar el nudo en mi estómago.

No respondo. Miro por la ventana, donde la lluvia golpea los techos de lámina de nuestra colonia en Guadalajara. Hace tres meses que no hablo con mi mamá. Tres meses desde aquella pelea absurda, tres meses desde que colgué el teléfono y juré que no volvería a buscarla hasta que ella diera el primer paso.

Rodrigo suspira, se acerca y me acaricia el hombro. —Sabes que no puedes seguir así, Sofía. Te está haciendo daño.

Me aparto. No quiero escuchar razones. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que cede? ¿Por qué siempre soy yo la que llama, la que pide perdón, la que se traga el orgullo? Mi mamá nunca ha sabido decir «lo siento». Ni cuando era niña y lloraba porque no podía ir a las piñatas del barrio porque ella tenía que trabajar doble turno en el hospital, ni cuando me gritó frente a mis amigas porque llegué tarde a casa, ni cuando le conté que Rodrigo y yo queríamos mudarnos juntos y me dijo que era una vergüenza para la familia.

La última vez fue peor. Discutimos por una tontería: la herencia de mi abuela. Mi mamá quería vender la casa del pueblo para pagar las deudas de mi hermano menor, Andrés, que otra vez se metió en problemas por andar con malas compañías. Yo le dije que no era justo, que esa casa era lo único que nos quedaba de mi abuela Carmen, la única persona que me abrazaba sin juzgarme. Mi mamá me llamó egoísta. Yo le grité que ella siempre prefería a Andrés. Y colgué.

Desde entonces, silencio.

Rodrigo insiste cada día. Mis amigas me dicen que la vida es corta, que las madres no son eternas. Pero yo no puedo. No sé cómo.

Hoy es domingo y el teléfono suena. Es mi tía Lucía.

—Sofía, tu mamá está mal —dice sin rodeos—. No quiere ir al doctor, pero lleva días sin comer. Dice que no le importa nada.

Me quedo helada. Rodrigo me mira desde la puerta, esperando mi reacción.

—¿Y Andrés? —pregunto con voz temblorosa.

—Andrés está igual de perdido que siempre. Eres tú la única que puede hacer algo.

Cuelgo y siento una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la fuerte? ¿Por qué nadie le exige nada a Andrés?

Esa noche no duermo. Recuerdo cuando era niña y mi mamá llegaba cansada del hospital, pero aun así me preparaba arroz con leche porque sabía que era mi favorito. Recuerdo sus manos ásperas, su voz dura pero cálida cuando tenía fiebre y me cantaba «Cielito lindo» para calmarme.

Al día siguiente, Rodrigo me encuentra sentada en la sala, con el teléfono en la mano.

—¿Vas a llamarla?

Asiento en silencio. Marco su número con los dedos temblorosos. Suena una vez, dos veces…

—¿Bueno? —Su voz suena más débil de lo que recordaba.

No puedo hablar. Siento un nudo en la garganta.

—Mamá…

Silencio.

—Sofía…

Ambas lloramos sin decir palabra durante minutos eternos. Finalmente, ella rompe el silencio:

—Perdóname, hija. No supe cómo acercarme…

Las lágrimas me corren por las mejillas. —Yo también te extraño, mamá.

Hablamos durante horas esa tarde. No resolvemos todo, pero por primera vez en mucho tiempo siento que puedo respirar. Le prometo visitarla el próximo fin de semana.

Cuando cuelgo, Rodrigo me abraza fuerte.

—¿Ves? No era tan difícil —me susurra.

Pero sí lo fue. Fue lo más difícil del mundo.

Esa noche pienso en todas las familias rotas por orgullo, por palabras no dichas o mal dichas. Pienso en cuántas hijas como yo sienten ese vacío y ese miedo de volver a intentarlo.

¿Vale la pena perder años de vida por no dar el primer paso? ¿Cuántos abrazos nos negamos por miedo o por orgullo?

¿Y tú? ¿Has sentido ese fuego entre el amor y el resentimiento? ¿Te atreverías a buscar a quien extrañas antes de que sea demasiado tarde?