Entre el amor y la sangre: La decisión que me rompió el alma

—¡No quiero que te cases con ella! —gritó Emiliano, mi hijo mayor, mientras lanzaba su mochila al suelo y me miraba con esos ojos llenos de rabia y miedo. La sala olía a café recién hecho y a la humedad de la tarde bogotana, pero el ambiente estaba cargado de algo mucho más denso: el dolor de una familia rota.

Yo, Andrés Felipe, tenía 42 años y creía que después de tanto sufrimiento, por fin había encontrado la paz junto a Jessica. Ella era todo lo que soñé después de mi divorcio: dulce, paciente, capaz de entender mis silencios y mis ganas de volver a empezar. Pero mis hijos, Emiliano y Valeria, no podían ver en ella más que una amenaza.

—Papá, ¿por qué no podemos ser solo nosotros? —susurró Valeria, abrazando su peluche desgastado. Tenía apenas nueve años y ya cargaba con una tristeza que no le correspondía.

Jessica estaba en la cocina, preparando arepas para todos, intentando ganarse el cariño de los niños con pequeños gestos cotidianos. Pero cada vez que se acercaba, Emiliano se alejaba más, y Valeria se volvía invisible.

La primera vez que les hablé de mi intención de casarme con Jessica fue durante una cena. Pensé que sería un momento especial, pero apenas mencioné la palabra “boda”, Emiliano dejó caer su tenedor y salió corriendo al patio. Valeria rompió a llorar. Mi corazón se partió en dos.

—¿Por qué no pueden entender que también merezco ser feliz? —me pregunté esa noche, mientras miraba el techo y escuchaba el tic tac del reloj mezclado con los sollozos ahogados de mis hijos.

Jessica intentó todo: los llevó al parque Simón Bolívar, les compró helados en la esquina, les ayudó con las tareas. Pero nada funcionaba. Una tarde, mientras recogía a los niños del colegio, la profesora me detuvo:

—Andrés, Emiliano ha estado muy distraído últimamente. Dice que tiene miedo de perderte.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía elegir entre el amor de mi vida y los hijos que me dieron sentido cuando todo lo demás se vino abajo?

Mi exesposa, Mariana, tampoco ayudaba. Cada vez que los niños regresaban de su casa, volvían más cerrados, más distantes conmigo y con Jessica. Un día la enfrenté:

—Mariana, ¿les estás diciendo cosas sobre Jessica?

Ella me miró con ese orgullo herido que conocía tan bien:

—Solo les digo la verdad: que nadie va a quererlos como su mamá.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Jessica empezó a sentirse rechazada en mi propia casa. Una noche, mientras lavábamos los platos juntos, me dijo en voz baja:

—No sé cuánto más pueda soportar esto, Andrés. Me duele ver cómo sufren tus hijos… y cómo sufres tú.

La abracé fuerte, sintiendo que el mundo se me venía encima. ¿Por qué el amor tenía que ser tan complicado?

Un domingo cualquiera, decidí reunir a todos en la sala. El cielo estaba gris y una lluvia fina golpeaba las ventanas. Me senté frente a mis hijos y a Jessica.

—Quiero que hablemos —dije con voz temblorosa—. Sé que esto es difícil para todos… pero necesito saber cómo se sienten.

Emiliano bajó la cabeza:

—No quiero otra mamá. No quiero que te olvides de nosotros.

Valeria lloraba en silencio. Jessica apretó mi mano bajo la mesa.

—Nunca voy a dejar de amarlos —les aseguré—. Pero también tengo derecho a rehacer mi vida.

El silencio fue insoportable. Sentí que cada palabra era una puñalada para alguien en esa sala.

Esa noche no dormí. Caminé por el apartamento como un fantasma, repasando cada momento desde mi divorcio hasta ese instante. Recordé las veces que Emiliano me buscó en las noches de tormenta, el primer dibujo de Valeria colgado en la nevera… y también las risas con Jessica, los planes para el futuro, los sueños compartidos.

Al día siguiente, Jessica me esperó en la puerta antes de irse al trabajo.

—Andrés… si tienes que elegir, elige a tus hijos. Ellos te necesitan más que yo ahora mismo.

Me quedé mudo. Sentí rabia, tristeza y una gratitud infinita por su generosidad. La vi marcharse bajo la lluvia y supe que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Pasaron los meses. Mis hijos volvieron a sonreír poco a poco, aunque yo sentía un vacío imposible de llenar. A veces veo a Jessica en la calle o en redes sociales; parece feliz, pero sus ojos guardan un brillo melancólico que solo yo conozco.

Hoy sigo preguntándome si tomé la decisión correcta. ¿Era justo sacrificar mi felicidad por la paz de mis hijos? ¿O debí luchar más por mi amor? No tengo respuestas… solo cicatrices y recuerdos.

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Es posible amar sin lastimar a quienes más queremos?