La boda de mi hermana y el regalo que nunca recibí

—¿Por qué a ella sí y a mí no? —me pregunté, apretando el vaso de plástico con ponche hasta que mis nudillos se pusieron blancos. La música de la fiesta seguía sonando, los primos bailaban cumbia en el patio iluminado con luces de colores, y mi mamá reía con las tías cerca del pastel. Pero yo no podía apartar la mirada de mi hermana Lucía, radiante en su vestido blanco, mientras mi padrastro, don Ernesto, le entregaba una caja envuelta en papel dorado frente a todos.

—¡Para ti, mi niña! —dijo él, con esa voz gruesa que siempre usaba cuando quería impresionar a la familia. Lucía abrió el regalo y todos aplaudieron al ver el juego de vajilla fina, importada de Argentina, según él mismo se encargó de aclarar.

Sentí una punzada en el pecho. Recordé mi propia boda, hace tres años. No hubo vajilla importada ni discursos emotivos. Don Ernesto me dio un sobre con dinero y un apretón de manos incómodo. «Para que empieces bien», dijo entonces, sin mirarme a los ojos. Yo fingí que no me importaba. Pero ahora, viendo a Lucía recibir abrazos, regalos y palabras dulces, la herida se abrió como si nunca hubiera sanado.

Me alejé del bullicio y salí al jardín trasero. El aire olía a tierra mojada y a flores de bugambilia. Me senté en una banca y traté de calmarme. ¿Por qué sentía tanta rabia? ¿Era solo por el regalo? ¿O era por todo lo que representaba?

De pronto, escuché pasos detrás de mí. Era mi primo Julián.

—¿Estás bien, Ana? —preguntó con voz suave.

—Sí… bueno, no sé —respondí, sin poder mirarlo a los ojos.

Julián se sentó a mi lado. —Te vi durante la entrega del regalo. Parecías triste.

—Es que… —dudé un momento—. Es como si Lucía siempre fuera la favorita. Don Ernesto nunca me trató así. Ni cuando me gradué, ni cuando me casé. Siempre fue distante conmigo.

Julián asintió despacio. —A veces los adultos no se dan cuenta del daño que hacen con esas diferencias.

Me quedé callada, recordando mi infancia. Cuando mamá se casó con don Ernesto, yo tenía doce años y Lucía apenas ocho. Él era amable pero reservado conmigo; con Lucía era todo risas y juegos. Yo pensaba que era porque ella era más pequeña, pero los años pasaron y nada cambió.

En la fiesta, los invitados seguían felicitando a Lucía y a su esposo, Rodrigo. Yo sentía que sobraba en mi propia familia. Mi mamá me buscó con la mirada varias veces, pero yo evitaba su contacto.

Más tarde esa noche, cuando la música bajó y los invitados empezaron a irse, me acerqué a mi mamá en la cocina.

—¿Puedo preguntarte algo? —le dije en voz baja.

Ella dejó de lavar platos y me miró preocupada.

—¿Por qué don Ernesto siempre ha sido más cariñoso con Lucía? ¿Hice algo mal yo?

Mamá suspiró y se secó las manos en el delantal.

—Ay, hija… No es que hayas hecho algo mal. Ernesto llegó a nuestras vidas cuando tú ya estabas más grande. Le costó acercarse a ti porque pensaba que no querías un papá nuevo. Con Lucía fue diferente porque era más chiquita y se dejó querer desde el principio.

Sentí un nudo en la garganta. —Pero yo también necesitaba cariño… Solo que no sabía cómo pedirlo.

Mamá me abrazó fuerte. —Lo sé, Ana. Y siento mucho si alguna vez te hice sentir menos importante.

No pude evitar llorar en sus brazos. Era como si todas las emociones guardadas durante años salieran de golpe.

Esa noche no dormí bien. Soñé con mi boda: yo vestida de blanco, caminando sola hacia el altar mientras todos miraban a otro lado. Me desperté sudando frío.

Al día siguiente, mientras ayudábamos a limpiar el salón comunal donde fue la fiesta, vi a don Ernesto sentado solo en una mesa, revisando papeles. Dudé un momento antes de acercarme.

—Don Ernesto… ¿puedo hablar con usted?

Él levantó la vista sorprendido. —Claro, Ana. ¿Qué pasa?

Me senté frente a él y respiré hondo.

—Quería decirle que ayer me sentí un poco mal… Viendo cómo trató a Lucía en su boda. Yo nunca recibí ese tipo de atención ni regalos suyos.

Don Ernesto bajó la mirada y guardó silencio unos segundos.

—Ana… Nunca supe cómo acercarme a ti —dijo al fin—. Siempre fuiste tan seria, tan independiente… Pensé que no necesitabas nada de mí.

—Todos necesitamos sentirnos queridos —le respondí con voz temblorosa—. Aunque no lo digamos.

Él asintió lentamente. —Tienes razón. Y lamento mucho si te hice sentir menos querida o menos hija.

Por primera vez en años sentí que mis palabras llegaban a algún lugar dentro de él.

No hubo abrazos ni lágrimas entre nosotros; solo un silencio incómodo pero necesario. Pero al menos sentí que algo había cambiado, aunque fuera un poco.

Esa tarde volví a casa sintiéndome ligera y triste al mismo tiempo. Sabía que no podía cambiar el pasado ni borrar los celos de un día para otro. Pero al menos había dicho lo que llevaba años guardando.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces callamos nuestro dolor por miedo a incomodar? ¿Cuántas heridas familiares se quedan abiertas porque nadie se atreve a hablarlas? ¿Ustedes también han sentido alguna vez que no son suficientes para alguien importante en su vida?