Más madre que mi propia madre: la amarga verdad de mi vida
—¿Por qué siempre tienes que hacerme quedar mal delante de todos? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el piso de cemento bajo mis pies descalzos.
Tenía diecisiete años y otra vez había olvidado comprar el pan. No era la primera vez que me gritaba por algo así, pero esa tarde, mientras el sol se colaba por la ventana y el aroma a café se mezclaba con el de su perfume barato, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
—No te preocupes, hija —me dijo Doña Carmen, la mamá de mi novio Andrés, cuando llegué llorando a su casa unas horas después—. Aquí siempre hay pan y café para ti.
No sé en qué momento Doña Carmen empezó a ocupar el lugar que mi madre nunca quiso llenar. Quizás fue esa primera vez que me abrazó sin preguntar nada, o cuando me enseñó a hacer arepas y me contó historias de su infancia en el campo colombiano. Lo cierto es que, poco a poco, su casa se volvió mi refugio.
Mi madre, Lucía, siempre fue una mujer dura. Trabajaba largas horas en la tienda del barrio y llegaba cansada, con los ojos apagados y las manos ásperas. Pero nunca tenía una palabra dulce para mí. Si sacaba buenas notas, decía que era mi obligación. Si me enfermaba, me reprochaba por ser débil. Yo era una sombra en su vida, una presencia obligatoria pero invisible.
—¿Por qué no puedes ser como la hija de Marta? Ella sí ayuda en la casa —me decía mientras pasaba el trapo por la mesa.
A veces me preguntaba si alguna vez me había querido de verdad o si solo era un estorbo más en su rutina. Mi papá nos dejó cuando yo tenía ocho años y desde entonces todo fue cuesta arriba. Pero ni siquiera ese abandono nos unió; al contrario, nos separó más.
Con Andrés encontré un poco de luz. Él era tranquilo, paciente, siempre dispuesto a escucharme. Su familia era humilde pero unida. Doña Carmen tenía tres hijos y un esposo que trabajaba como conductor de bus. En su casa nunca sobraba nada, pero tampoco faltaba cariño.
—Mija, usted es como una hija más para mí —me decía Doña Carmen mientras me servía sopa caliente—. Aquí puede venir cuando quiera.
Al principio me sentía culpable por buscar consuelo fuera de mi casa. Pero cada vez que regresaba con mi madre, el ambiente era tan pesado que apenas podía respirar. Una noche, después de una discusión especialmente amarga porque llegué tarde del colegio, me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.
Los años pasaron y la distancia con mi madre solo creció. Cuando Andrés y yo decidimos casarnos, Doña Carmen fue la primera en ayudarme a organizar todo. Mi madre apenas preguntó por los preparativos; solo dijo que no tenía dinero para fiestas.
El día de mi boda, mientras me arreglaba en el pequeño cuarto de Doña Carmen, ella me peinó con manos temblorosas y ojos llenos de lágrimas.
—Te ves hermosa, hija —susurró—. Tu papá estaría orgulloso si pudiera verte ahora.
No pude evitar llorar también. Era la primera vez que alguien me decía algo así. Mi madre llegó tarde a la iglesia y ni siquiera se acercó a felicitarme; se quedó sentada al fondo, mirando todo con cara de fastidio.
Después del matrimonio, Andrés y yo nos fuimos a vivir a una casita prestada por un tío suyo. Empezamos desde cero: muebles viejos, colchón en el piso y muchas ganas de salir adelante. Doña Carmen venía cada semana a ayudarnos con lo que podía: traía comida, ropa para el bebé cuando nació nuestra hija Valeria, y sobre todo palabras de aliento.
Mi madre solo vino una vez. Se quedó quince minutos y criticó todo: que la casa era pequeña, que Valeria lloraba mucho, que yo no sabía ser madre.
—No sé cómo vas a salir adelante así —dijo antes de irse—. Yo no puedo ayudarte más.
Esa noche le conté a Andrés lo que sentía: una mezcla de rabia y tristeza porque mi propia madre era incapaz de darme amor.
—No te preocupes —me dijo él—. Tienes a mi mamá y a mí. Nosotros sí te queremos.
Con el tiempo aprendí a aceptar que hay vínculos que no se pueden forzar. Mi madre biológica seguía siendo una presencia lejana; nos veíamos solo en cumpleaños o funerales familiares. Siempre había un muro invisible entre nosotras.
Un día Valeria enfermó gravemente. Pasamos tres noches en el hospital público esperando atención. Doña Carmen estuvo conmigo todo el tiempo: me traía comida caliente, me ayudaba a rezar y hasta vendió unas gallinas para comprar los medicamentos que no cubría el seguro.
Mi madre llamó una sola vez para preguntar si necesitábamos algo. Cuando le dije que Valeria estaba mejorando gracias a los cuidados de Doña Carmen, solo respondió:
—Bueno, menos mal tienes a alguien que te ayude.
Esa frase fue como un balde de agua fría. Por primera vez sentí lástima por ella: incapaz de amar o dejarse amar.
Años después, cuando Doña Carmen enfermó del corazón, fui yo quien estuvo a su lado en cada consulta médica, quien le preparó sus sopas favoritas y le leía en voz alta cuando ya no podía ver bien.
El día que murió sentí que perdía a mi verdadera madre. En su funeral lloré como nunca antes; Andrés me abrazó fuerte y Valeria me tomó la mano sin entender del todo lo que pasaba.
Mi madre biológica llegó tarde otra vez. Se acercó a mí con gesto incómodo y murmuró:
—Lo siento…
No supe qué responderle. Había pasado toda mi vida esperando ese abrazo o esa palabra de consuelo que nunca llegó.
Hoy Valeria tiene diez años y cada vez que le hablo de Doña Carmen lo hago con gratitud y amor. Le enseño que la familia no siempre es la sangre; a veces es quien te cuida sin esperar nada a cambio.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar a mi madre biológica o si simplemente aprenderé a vivir con ese vacío. ¿Cuántos de ustedes han sentido alguna vez que su verdadera familia está fuera del árbol genealógico? ¿Es posible sanar esas heridas o solo aprendemos a convivir con ellas?