Mi esposo, su billetera y mi encierro: Una historia de matrimonio sin libertad

—¿A dónde vas con ese vestido, Mariana? —La voz de Ricardo retumbó en la sala, cortando el aire como un machete. Yo, con las manos temblorosas, apenas pude responder.

—Voy a la tienda, nada más… —murmuré, bajando la mirada para evitar su furia.

Él se acercó, olió mi cabello y revisó mi bolso. Sacó su billetera y me dio un billete de cincuenta pesos, como quien alimenta a un pájaro enjaulado. —No tardes. Y no compres nada que no esté en la lista. Sabes que el dinero no crece en los árboles.

Así era cada día de mi vida. Me llamo Mariana López y durante doce años viví en una cárcel invisible, construida con palabras, miradas y la maldita billetera de mi esposo. Ricardo era el proveedor, el jefe, el dueño de la casa y de mi destino. Yo era la esposa perfecta, la madre de sus hijos, la sombra que limpiaba, cocinaba y callaba.

Al principio, pensé que era amor. Que su preocupación por mí era ternura. Pero con el tiempo, la ternura se volvió vigilancia, la vigilancia se volvió control, y el control se volvió miedo. No podía salir sin su permiso, no podía comprarme una blusa sin que él revisara el ticket. Si me llamaba mi hermana, tenía que poner el altavoz. Si llegaba tarde del mercado, me esperaba una tormenta de gritos.

—¿Por qué gastaste de más? ¿Por qué tardaste tanto? ¿Con quién hablabas? —eran preguntas que se repetían como un disco rayado.

Mis hijos, Camila y Emiliano, crecieron viendo a su madre encogerse cada día. Camila, con apenas diez años, me preguntó una noche mientras lavábamos los platos:

—Mamá, ¿por qué lloras cuando papá no está?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña que su madre ya no era dueña de sí misma?

En las reuniones familiares, fingía sonrisas. Mi mamá, doña Teresa, me miraba con ojos tristes. Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, me tomó la mano y susurró:

—Hija, no tienes que aguantar todo esto. Eres joven, tienes derecho a ser feliz.

Pero yo tenía miedo. Miedo de quedarme sola, miedo de no poder mantener a mis hijos, miedo de que Ricardo cumpliera sus amenazas: “Si me dejas, te quito a los niños. Nadie te va a creer. Eres una inútil.”

Una noche de tormenta, después de una discusión por una factura de luz, Ricardo me empujó contra la pared. Sentí el frío del cemento en la espalda y el calor de sus palabras en mi cara:

—No sirves para nada. Todo lo que tienes es gracias a mí.

Esa noche dormí abrazada a mis hijos, llorando en silencio para no asustarlos. Al día siguiente, mientras barría el patio, vi a mi vecina Lucía. Ella había pasado por algo parecido. Me acerqué y, por primera vez en años, le conté mi verdad. Lucía me abrazó y me dijo:

—No estás sola, Mariana. Hay ayuda. Hay vida después del miedo.

Empecé a ir a un grupo de mujeres en la parroquia. Al principio, sentía vergüenza. ¿Qué iban a pensar de mí? Pero escuché historias peores que la mía. Mujeres que habían perdido todo y aún así seguían de pie. Poco a poco, empecé a recuperar mi voz.

Un día, Ricardo llegó temprano del trabajo y me encontró leyendo un folleto sobre derechos de la mujer. Me lo arrancó de las manos y gritó:

—¿Ahora te crees feminista? ¡Aquí mando yo!

Esa noche, mientras él dormía, tomé una decisión. No podía seguir viviendo así. No podía enseñarles a mis hijos que el amor es miedo y sumisión.

Con ayuda de Lucía y mi mamá, junté valor y algo de dinero que había ido guardando en una lata de galletas. Una mañana, mientras Ricardo estaba en el trabajo, empaqué lo esencial y salí con mis hijos de esa casa que nunca fue un hogar.

Fuimos a casa de mi mamá. Ricardo llegó furioso esa noche, golpeando la puerta y gritando que me iba a arrepentir. Llamamos a la policía. Por primera vez, sentí que alguien me protegía.

No fue fácil. Hubo noches de insomnio, lágrimas y miedo al futuro. Pero también hubo esperanza. Conseguí trabajo limpiando casas y después en una panadería. Camila y Emiliano empezaron a sonreír otra vez. Yo aprendí a mirarme al espejo sin vergüenza.

Ricardo intentó manipularme, amenazó con quitarme a los niños, pero esta vez no me dejé. Busqué ayuda legal y psicológica. Descubrí que no era una inútil, que valía mucho más de lo que él me hizo creer.

Hoy, después de tres años, sigo luchando. No tengo lujos, pero tengo paz. Mis hijos crecen libres y yo también. A veces el miedo regresa, pero ya no me paraliza. Ahora sé que la libertad no tiene precio y que ninguna billetera puede comprar la dignidad de una mujer.

Me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en jaulas invisibles? ¿Cuándo vamos a dejar de normalizar el control y el miedo en nombre del amor? ¿Y tú, qué harías si tu libertad dependiera de un solo paso?