¿Por qué para ella siempre hay más? – Mi lucha por la justicia en la familia de mi esposo

—¿Otra vez para Camila? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras veía cómo mi suegra sacaba un sobre blanco del cajón y se lo entregaba a su hija menor, sin siquiera mirarnos a Miguel y a mí.

El aire en la cocina se volvió denso. El aroma a café recién hecho ya no podía tapar el sabor amargo que sentía en la boca. Miguel, como siempre, bajó la mirada y fingió que no pasaba nada. Yo apreté los labios, luchando por no dejar escapar las lágrimas. Era el tercer fin de semana seguido que veíamos esa escena: Camila, con su sonrisa de niña consentida, recibiendo dinero, ropa nueva o algún electrodoméstico caro. A nosotros, después de horas de trabajo en el jardín y la huerta, solo nos daban frascos de mermelada o pepinillos en vinagre.

Me llamo Valeria y nací en un barrio popular de Rosario, Argentina. Mi familia nunca tuvo mucho, pero mis padres siempre intentaron ser justos con mis hermanos y conmigo. Cuando conocí a Miguel, pensé que había encontrado no solo al hombre de mi vida, sino también una familia cálida y unida. Pero la realidad fue otra.

La primera vez que noté el favoritismo fue sutil: un comentario de mi suegra sobre lo inteligente que era Camila, lo bien que se vestía, lo mucho que trabajaba. Yo sonreía y asentía, aunque por dentro sentía una punzada. Con el tiempo, los gestos se hicieron más evidentes: regalos costosos para ella en Navidad, mientras nosotros recibíamos una caja de galletas caseras; ayuda económica para Camila cuando perdió el trabajo, pero ni una palabra cuando Miguel y yo tuvimos que vender nuestra moto para pagar el alquiler.

—No te pongas así, Vale —me decía Miguel cada vez que yo intentaba hablar del tema—. Es su manera de ser. No vale la pena pelearse por eso.

Pero sí valía la pena. Porque cada vez que veía a mi suegra abrazar a Camila y decirle «vos sí que sabés cómo hacerme feliz», sentía que yo era invisible. Que todo mi esfuerzo por ser una buena nuera —ayudar en la cocina, limpiar la casa después de las reuniones familiares, cuidar a los sobrinos— no valía nada.

Un domingo de otoño, después de una larga jornada recogiendo naranjas bajo el sol, me animé a hablar con mi suegra. Estábamos solas en la cocina.

—¿Puedo preguntarle algo? —dije, con el corazón latiendo fuerte.

Ella me miró por encima de sus anteojos.

—Decime, Valeria.

—¿Por qué siempre hay más para Camila? —pregunté, sintiendo que me temblaban las manos—. Nosotros también somos parte de esta familia…

Su respuesta fue un silencio incómodo. Luego suspiró y dijo:

—Camila es la menor. Siempre fue más frágil… Vos sos fuerte, Valeria. No necesitás tanto como ella.

Me quedé helada. ¿Acaso ser fuerte era un castigo? ¿Acaso mis necesidades no importaban porque yo no lloraba ni pedía ayuda?

Esa noche, en el auto de regreso a Rosario, le conté todo a Miguel. Por primera vez lo vi enojado.

—No puede ser —dijo apretando el volante—. Siempre pensé que exagerabas… Pero tenés razón. Esto no está bien.

Las semanas siguientes fueron tensas. Miguel intentó hablar con su madre, pero ella se ofendió y dejó de llamarnos por un tiempo. Camila me miraba con desprecio cada vez que nos cruzábamos en alguna reunión familiar.

Una tarde recibí un mensaje de mi cuñada:

«¿Por qué te metés en lo que no te importa? Mamá siempre va a querer más a sus hijos que a las nueras. Si no te gusta, no vengas más.»

Lloré como hacía años no lloraba. Sentí una soledad inmensa. Mi propia familia estaba lejos y yo me sentía extranjera en la familia de Miguel.

Pero algo cambió dentro mío. Decidí dejar de buscar aprobación donde no la iba a encontrar. Empecé a poner límites: si me pedían ayuda en el campo, iba solo si realmente quería; si había reuniones familiares donde sabía que iba a sentirme mal, prefería quedarme en casa leyendo o saliendo con amigas.

Miguel me apoyó. Al principio le costó —la culpa lo carcomía— pero poco a poco entendió que nuestra paz valía más que cualquier tradición familiar impuesta.

Un día, después de varios meses sin vernos, mi suegra nos llamó para invitarnos al cumpleaños de Camila. Dudé mucho antes de aceptar. Pero fui. Quería demostrarme a mí misma que podía estar ahí sin dejarme lastimar.

La fiesta fue como siempre: Camila en el centro de todo, recibiendo regalos caros y palabras dulces. Yo saludé con educación y me mantuve al margen. Pero algo curioso pasó: varias tías se acercaron a mí y me dijeron cosas como «qué bueno verte tan tranquila» o «vos siempre tan trabajadora». Sentí un pequeño alivio; tal vez no era invisible para todos.

Al final de la noche, mientras recogía mis cosas para irme, mi suegra se acercó y me dijo en voz baja:

—Sé que no siempre fui justa con vos… Pero vos y Miguel son importantes para mí.

No sé si lo dijo por compromiso o porque realmente lo sentía. Pero esa noche dormí mejor que nunca.

Hoy sigo luchando con ese sentimiento de injusticia cada vez que veo cómo tratan a Camila como si fuera de cristal y a nosotros como si fuéramos indestructibles. Pero aprendí algo valioso: mi valor no depende del reconocimiento ajeno. Y aunque duele sentirse menospreciada por la familia política, también aprendí a proteger mi corazón y priorizar mi propio bienestar.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven lo mismo? ¿Cuántas callan por miedo al conflicto o por amor a su pareja? ¿Vale la pena seguir buscando justicia donde solo hay favoritismo? ¿O es mejor aprender a poner límites y cuidar nuestra propia paz?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Alguna vez sintieron que daban todo por una familia que nunca las aceptó del todo?