Regresó de su viaje y pidió el divorcio: Cómo los consejos de mi abuela salvaron nuestro matrimonio
—¿Por qué tan callado, Gerardo? —le pregunté mientras servía el café, con las manos temblorosas. Él apenas levantó la mirada, sus ojos oscuros evitaban los míos. El reloj marcaba las 10:17 de la noche y afuera llovía como si el cielo también llorara conmigo.
—Tenemos que hablar, Lucía —dijo finalmente, con esa voz grave que siempre usaba cuando algo importante iba a pasar. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. El silencio se hizo tan pesado que hasta el tic-tac del reloj parecía retumbar en las paredes de nuestra casa en Xalapa.
—¿Qué pasa? ¿Te fue mal en Monterrey? —intenté bromear, pero mi voz sonó hueca, lejana.
Gerardo suspiró y se frotó la frente. —No es eso. Lucía… quiero el divorcio.
El café se me resbaló de las manos y la taza cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Mi corazón también. Doce años juntos, dos hijos maravillosos, Eliana y Ricardo, y una vida construida a pulso… ¿Cómo podía decirlo así, tan frío?
—¿Qué dices? ¿Por qué? —pregunté, sintiendo que me faltaba el aire.
Él no respondió enseguida. Se levantó y caminó por la sala como un león enjaulado. —No sé quién soy ya, Lucía. Siento que me ahogo aquí. El trabajo, la rutina… No soy feliz. No quiero seguir fingiendo.
Me quedé sentada, paralizada. Recordé entonces a mi abuela Magdalena, una mujer fuerte que había criado sola a cinco hijos en un pueblito de Veracruz después de que mi abuelo se fuera con otra. Siempre decía: “Cuando el río suena, agua lleva. Pero a veces hay que buscar de dónde viene ese ruido antes de dejar que todo se inunde.”
Esa noche no dormí. Escuchaba la lluvia golpear el techo y pensaba en mis hijos dormidos en sus cuartos, ajenos al huracán que se avecinaba. ¿Cómo les explicaría que su papá ya no quería estar con nosotros?
A la mañana siguiente, Gerardo ya se había ido al trabajo. Preparé el desayuno en silencio y llevé a los niños a la escuela. En el camino, Eliana me preguntó:
—¿Por qué estás triste, mami?
—Solo estoy cansada, hija —mentí, forzando una sonrisa.
Cuando regresé a casa, llamé a mi mamá. Ella lloró conmigo y me repitió lo mismo que yo ya sabía: “Habla con él, hija. No te rindas tan fácil.” Pero yo sentía que ya todo estaba perdido.
Esa tarde busqué entre mis cosas una carta vieja de mi abuela Magdalena. La había escrito poco antes de morir:
“Lucía, nunca olvides que los hombres también lloran por dentro. A veces no saben pedir ayuda ni decir lo que sienten. Cuando tu matrimonio tiemble, no corras a cerrar la puerta; abre la ventana para que entre aire nuevo.”
Me aferré a esas palabras como quien se agarra a una tabla en medio del naufragio.
Esa noche esperé a Gerardo despierta. Cuando llegó, lo miré a los ojos y le dije:
—No voy a firmar nada hasta que hablemos bien. No te reconozco y sé que tú tampoco te reconoces. Pero antes de tirar todo por la borda, dime qué te duele tanto.
Él se quebró. Lloró como nunca lo había visto llorar. Me contó que en Monterrey había sentido una libertad que hacía años no sentía; que allá nadie lo conocía como “el esposo de Lucía” o “el papá de Eliana y Ricardo”. Que tenía miedo de haber perdido su identidad.
—¿Y crees que huyendo vas a encontrarla? —le pregunté suavemente.
—No lo sé… Solo sé que aquí siento que no soy suficiente para ustedes.
Me dolió escucharlo, pero también entendí algo: yo tampoco era la misma Lucía alegre y soñadora de antes. La rutina nos había devorado a los dos.
Al día siguiente le propuse algo loco:
—Vamos a hacer un trato: dame un mes para intentar salvar esto. Un mes donde los dos pongamos todo sobre la mesa: miedos, sueños, frustraciones… Si después de eso sigues queriendo irte, yo misma firmo el divorcio.
Gerardo aceptó, quizás por culpa o quizás porque en el fondo también quería quedarse.
Ese mes fue el más difícil y hermoso de mi vida. Empezamos a salir solos otra vez: fuimos al parque Juárez a comer esquites como cuando éramos novios; bailamos salsa en la sala mientras los niños dormían; nos reímos hasta llorar recordando anécdotas viejas.
Pero también hubo peleas. Gritos ahogados en la cocina para que los niños no escucharan; reproches guardados por años salieron como volcanes en erupción:
—¡Siempre tienes tiempo para tu trabajo pero nunca para mí! —le grité una noche.
—¡Y tú solo hablas de los niños! ¿Cuándo fue la última vez que hablamos de nosotros? —me respondió él.
Hubo días en los que pensé rendirme. Pero entonces recordaba las manos arrugadas de mi abuela Magdalena amasando tortillas mientras decía: “El amor no es solo sentir bonito; es decidir quedarse cuando todo duele.”
Poco a poco empezamos a entendernos otra vez. Gerardo confesó sus miedos al fracaso profesional; yo le conté mis frustraciones por sentirme invisible como mujer y no solo como madre o esposa.
Una noche, después de hacer el amor como hacía años no lo hacíamos, Gerardo me miró con lágrimas en los ojos:
—Gracias por no rendirte tan fácil conmigo.
Lloramos juntos y supimos que algo había cambiado para siempre.
Al final del mes, Gerardo me abrazó fuerte y me dijo:
—No quiero divorciarme. Quiero volver a empezar contigo.
Hoy seguimos juntos. No somos perfectos ni pretendemos serlo. Pero aprendimos a escucharnos y a pedir ayuda cuando hace falta. A veces pienso en mi abuela Magdalena y le agradezco en silencio por su sabiduría sencilla pero profunda.
¿Quién dijo que el amor verdadero no duele? ¿Cuántas veces hemos estado a punto de rendirnos sin darnos cuenta de que lo más valioso está justo ahí, esperando ser rescatado? ¿Ustedes también han sentido alguna vez que todo se derrumba… pero deciden quedarse y luchar?