Simplemente se fue… Y yo vivía solo para él

—¿Así nada más, Julián? ¿Después de todo lo que hemos pasado? —mi voz temblaba, pero no por rabia, sino por ese miedo antiguo que me acompañaba desde niña, el miedo a quedarme sola.

Julián no me miró. Sostenía la maleta con una mano y con la otra buscaba las llaves del carro. Afuera, el sol de Medellín caía a plomo sobre la acera y los perros ladraban como si también protestaran por su partida.

—Camila, ya no puedo más. No es tu culpa… o tal vez sí, pero no sé cómo explicarlo —dijo, sin levantar la vista.

Sentí que el aire se volvía espeso, como si la casa entera se hubiera llenado de humo. Siete años juntos. Siete años de limpiar, de cuidar, de sonreír aunque por dentro me estuviera desmoronando. Siete años intentando ser la esposa perfecta porque así me lo enseñó mi mamá: “Una mujer debe ser indispensable para su marido, Cami. Así nunca te dejará”.

Pero Julián se iba igual. Y yo me quedaba con las manos vacías y el corazón hecho trizas.

Cuando cerró la puerta detrás de él, el silencio fue tan brutal que sentí que me ahogaba. Me senté en el suelo frío de la cocina y lloré hasta que no tuve más lágrimas. Recordé las palabras de mi abuela: “La soledad es peor que el hambre, mija”. Y yo le creí tanto que hice todo para evitarla.

Mi hermana menor, Valeria, llegó esa noche con una bolsa de pan y queso. Me abrazó fuerte y me dijo:

—No llores más por ese man, Cami. Si se fue es porque no te merecía.

Pero yo no podía dejar de pensar en qué había hecho mal. ¿No era suficiente limpiar la casa todos los días? ¿No era suficiente preparar su café como le gustaba? ¿No era suficiente callar mis opiniones para evitar peleas?

La verdad es que nunca fui suficiente para nadie. Ni para mi papá, que se fue cuando yo tenía diez años y nunca volvió a llamarnos. Ni para mi mamá, que siempre me comparaba con Valeria: “Mira cómo ella sí ayuda en la casa”. Ni para Julián, que ahora se iba sin mirar atrás.

Los días pasaron lentos. La gente del barrio empezó a murmurar. En la tienda, doña Rosa me miraba con lástima:

—Ay, Camila, qué pesar… ¿Y ahora qué vas a hacer?

Yo solo sonreía y decía que estaba bien. Pero por dentro sentía que me estaba desmoronando.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mi mamá hablando por teléfono con una tía:

—Es que Camila siempre ha sido muy entregada… pero a veces eso espanta a los hombres. Uno tiene que hacerse la difícil.

Sentí rabia. ¿Ahora era mi culpa por querer demasiado? ¿Por intentar ser buena esposa?

Empecé a salir menos. Me daba vergüenza encontrarme con las vecinas y ver sus miradas curiosas. En la iglesia, el padre habló sobre el valor del matrimonio y sentí que todas las miradas caían sobre mí como piedras.

Una noche, Valeria me llevó a una fiesta de cumpleaños de una amiga suya. No quería ir, pero ella insistió:

—Tienes que salir de esa casa, Cami. No puedes quedarte llorando toda la vida.

La música estaba tan alta que sentí cómo vibraban mis huesos. Vi parejas bailando pegaditos y recordé los primeros años con Julián, cuando bailábamos salsa en la sala hasta quedarnos sin aliento.

Un muchacho se me acercó y me invitó a bailar. Le dije que no sabía, aunque era mentira. No quería sentir otra vez esa ilusión que después se convierte en dolor.

Valeria me jaló al baño y me miró seria:

—Cami, tienes que dejar de vivir para los demás. ¿Cuándo vas a empezar a vivir para ti?

No supe qué responderle. Toda mi vida había girado alrededor de otros: primero mi familia, después Julián. Nunca aprendí a estar sola ni a quererme sin depender de alguien más.

Esa noche lloré otra vez, pero esta vez fue diferente. No lloré por Julián ni por mi soledad. Lloré por mí misma, por todo lo que había dejado de ser por miedo a no ser amada.

Empecé a buscar trabajo porque necesitaba ocupar mi mente y también porque el dinero empezó a escasear. Conseguí un puesto como recepcionista en una clínica pequeña del centro. Al principio temblaba cada vez que tenía que contestar el teléfono o hablar con los pacientes. Pero poco a poco fui ganando confianza.

Un día llegó una señora mayor con una herida en la mano. Mientras esperaba al doctor, empezó a contarme su vida:

—Mi esposo murió hace cinco años —me dijo—. Al principio sentí que no podía seguir sola… pero aprendí a disfrutar mi compañía. Ahora hago lo que quiero y nadie me dice nada.

Sus palabras se quedaron conmigo toda la tarde. ¿Sería posible aprender a estar sola sin sentir ese vacío horrible?

En casa las cosas seguían tensas con mi mamá. Ella insistía en que debía buscar otro hombre rápido:

—No puedes quedarte sola mucho tiempo, Camila. La gente empieza a hablar…

Pero yo ya no quería apresurarme. Por primera vez en mi vida quería descubrir quién era yo sin depender del amor de un hombre.

Empecé a leer libros que nunca antes había tocado porque Julián decía que eran “pérdida de tiempo”. Salía a caminar por el parque y me sentaba a ver los niños jugar fútbol mientras comía una paleta de mango biche.

Un día encontré una libreta vieja donde escribía poemas cuando era adolescente. Me sorprendió ver cuántos sueños tenía antes de convertirme en “la esposa perfecta”.

Valeria me animó a inscribirme en un taller de escritura en la Casa de la Cultura del barrio. Al principio dudé —¿qué iban a pensar si sabían que era “la abandonada”?— pero después pensé: ¿y qué importa?

En el taller conocí mujeres como yo: algunas divorciadas, otras viudas o simplemente cansadas de fingir felicidad para complacer a los demás. Compartimos historias y risas entre lágrimas y café barato.

Una tarde leí uno de mis poemas frente al grupo:

“Me busco entre los restos
de lo que fui antes de amarte,
y descubro,
aunque duela,
que sigo aquí.”

Las demás aplaudieron y una señora me abrazó fuerte:

—No estás sola, Camila. Todas hemos pasado por algo parecido.

Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza.

Ahora han pasado seis meses desde que Julián se fue. A veces todavía duele —sobre todo cuando veo parejas en la calle o escucho su canción favorita en la radio— pero ya no siento ese miedo paralizante.

He aprendido que la soledad no es un castigo sino una oportunidad para reencontrarme conmigo misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han vivido toda su vida tratando de ser perfectas solo para no quedarse solas? ¿Cuándo aprenderemos a querernos primero a nosotras mismas?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que te perdiste intentando ser suficiente para alguien más?