Tres meses de silencio: El precio de alejarme de mi madre

—¿Otra vez vas a ignorar su llamada, Victoria? —me pregunta Julián, mi esposo, mientras la pantalla del celular parpadea con el nombre de mi mamá, aunque ya ni siquiera puede llamarme directamente. Es el número de la vecina, seguro.

No respondo. Solo aprieto los dientes y dejo que el teléfono vibre hasta que se apaga. Hace tres meses que no hablo con ella. Tres meses desde la última pelea, desde que le dije que ya no podía más, que me estaba ahogando en su manipulación y sus reproches. La bloqueé de WhatsApp, de Facebook, hasta del correo electrónico. Solo le pago el alquiler y le mando una caja mensual con arroz, aceite y azúcar. Nada más. Ni un peso extra para sus gustos o sus cigarrillos.

Julián me mira con esa mezcla de compasión y frustración que ya conozco tan bien. —No puedes vivir así para siempre, Vicky. Es tu mamá.

—¿Y qué? —le respondo, casi escupiendo las palabras—. ¿Acaso ella pensó en mí cuando me gritaba frente a mis amigas? ¿Cuando me decía que era una inútil porque no estudié medicina como quería? ¿Cuando me culpó por el divorcio de papá?

Julián suspira y se sienta a mi lado en el sofá. —No te pido que olvides, solo que no te destruyas por dentro.

Pero yo ya estoy destruida. Desde niña, mi mamá fue una fuerza imposible de complacer. En nuestro departamento en Barranquilla, todo giraba en torno a sus necesidades: su trabajo, sus nervios, sus peleas con mi papá. Yo era la mediadora, la hija perfecta que sacaba buenas notas y nunca salía sin permiso. Pero nada era suficiente.

Recuerdo una noche, tenía quince años y llegué tarde porque el bus se varó. Ella me esperaba en la puerta con la chancla en la mano y los ojos llenos de rabia.

—¡Eres igualita a tu padre! ¡Desconsiderada! ¿No ves que me matas de preocupación?

Yo lloré toda la noche. Al día siguiente, me llevó a la iglesia y me obligó a confesarme por «mentirle».

Años después, cuando conocí a Julián en la universidad, pensé que por fin podría respirar. Él era dulce, paciente, venía de una familia donde los domingos eran para reír y comer juntos, no para pelearse por cualquier cosa. Pero mi mamá nunca aceptó a Julián porque «no era ingeniero ni tenía apellido importante».

La última discusión fue por dinero. Ella quería que le pagara un viaje a Cartagena para «descansar de tanto estrés». Le dije que no podía, que tenía mis propios gastos y que ya no era mi responsabilidad cargar con todo. Me gritó por teléfono:

—¡Ingrata! ¡Si no fuera por mí no serías nada! ¡Te vas a arrepentir!

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente la bloqueé de todo.

Pero el silencio pesa. Cada vez que hago mercado y veo las galletas que le gustaban, siento un nudo en el estómago. Cuando llamo a mi hermano menor en Medellín y me pregunta si he hablado con mamá, cambio de tema.

Julián insiste en que la familia es lo más importante. —No sabes cuánto daría yo por tener a mi mamá viva —me dice—. No la dejes sola.

Pero él no entiende lo que es vivir con una madre que te hace sentir culpable por cada decisión. Que te manipula con lágrimas y amenazas de enfermedad. Que te recuerda cada día lo mucho que le debes.

Hace dos semanas recibí un mensaje anónimo: «Tu mamá está enferma, deberías llamarla». No respondí. Me sentí una basura.

Anoche soñé con ella. Estábamos en la cocina haciendo arepas, como cuando era niña. Me sonreía y me decía: «Todo va a estar bien». Me desperté llorando.

Hoy Julián volvió a insistir:

—Vicky, al menos mándale un mensaje. No tienes que perdonarla ahora mismo, pero no puedes vivir con este rencor para siempre.

Me quedé mirando el celular largo rato. Pensé en todas las veces que quise escuchar un «te quiero» sincero de su boca y solo recibí críticas o chantajes emocionales.

Pero también pensé en las veces que me cuidó cuando tenía fiebre, en los cuentos inventados antes de dormir, en las canciones viejas de Rocío Dúrcal que cantábamos juntas mientras lavábamos ropa.

¿Será posible sanar después de tanto daño? ¿O hay heridas que nunca cierran?

Escribí un mensaje corto: «Mamá, espero que estés bien». No lo envié. Lo guardé en borradores.

A veces pienso que si tuviera una hija, haría todo diferente. Pero también sé que el miedo y la soledad pueden convertirnos en lo que más odiamos.

¿Vale la pena seguir huyendo del pasado? ¿O es hora de enfrentar el dolor y buscar una reconciliación? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?