Una sola frase de mi esposo lo cambió todo: entre el abismo y la esperanza

—No te amo, Lucía.

La voz de Ernesto retumbó en la cocina, entre el olor a café recién hecho y el sonido de los niños peleando por el control remoto en la sala. Sentí que el piso se abría bajo mis pies, como si todo lo que había construido durante quince años se desmoronara en un segundo. No supe qué decir. Solo lo miré, esperando que dijera que era una broma cruel, que se retractara, que me abrazara y me dijera que todo estaba bien. Pero sus ojos estaban secos, fríos, como los de un extraño.

—¿Cómo que no me amas? —logré susurrar, con la voz quebrada.

Él bajó la mirada y suspiró. —Lo siento, Lucía. No puedo seguir fingiendo.

En ese instante, sentí que el aire se volvía pesado. Mis manos temblaban mientras apretaba la taza de café. Afuera, los vecinos ya sacaban las sillas para tomar mate en la vereda, ajenos al terremoto que sacudía mi casa en ese momento. Pensé en mis hijos, Valentina y Tomás, en cómo les explicaría que papá ya no quería estar con mamá. Pensé en mi mamá, en lo que diría cuando se enterara: «Te lo dije, Lucía. Los hombres cambian cuando menos lo esperás».

Esa noche no dormí. Ernesto se fue a dormir al sillón y yo me quedé mirando el techo, repasando cada momento de nuestra vida juntos: el casamiento en la iglesia del barrio, las vacaciones en Mar del Plata, las peleas tontas por el dinero o por quién lavaba los platos. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

Los días siguientes fueron un infierno. Ernesto empezó a llegar más tarde del trabajo y yo fingía normalidad frente a los chicos. Mi suegra, Doña Rosa, vino a visitarnos y notó el ambiente tenso.

—¿Qué pasa acá? —preguntó con ese tono inquisidor que siempre me incomodó.

—Nada, suegra. Solo estamos cansados —mentí.

Pero ella no era tonta. A los dos días llamó a Ernesto aparte y luego me miró con lástima. «Vos sabés cómo son los hombres… hay que aguantar», me dijo en voz baja mientras lavábamos los platos juntas. Sentí rabia. ¿Aguantar qué? ¿La indiferencia? ¿La traición?

Una tarde, mientras recogía la ropa del patio, vi a Ernesto hablando por teléfono en el auto. Reía como hacía tiempo no lo veía reír conmigo. Algo dentro mío se rompió definitivamente. Esa noche lo enfrenté.

—¿Hay otra mujer?

Él no respondió enseguida. Bajó la cabeza y asintió.

—Se llama Jimena. La conocí en el trabajo.

Sentí náuseas. Grité, lloré, le tiré un almohadón. Los chicos se despertaron asustados y tuve que abrazarlos mientras Ernesto salía de la casa sin mirar atrás.

Las semanas siguientes fueron una pesadilla. Mi mamá vino a quedarse conmigo y no paraba de repetir: «Tenés que ser fuerte por tus hijos». Pero yo no quería ser fuerte; quería desaparecer. En el barrio todos murmuraban: «¿Viste lo de Lucía y Ernesto? Pobres chicos». Me sentí juzgada, sola y avergonzada.

Un día, Valentina me preguntó:

—¿Mamá, papá ya no nos quiere?

Me quebré frente a ella. La abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.

Empecé a ir a terapia porque sentía que me ahogaba en mi propio dolor. La psicóloga, Mariana, me escuchaba sin juzgarme. Me ayudó a entender que no era mi culpa, que tenía derecho a sentirme triste y enojada.

Poco a poco empecé a reconstruirme. Volví a trabajar como maestra suplente en la escuela del barrio. Al principio me costaba concentrarme; sentía que todos sabían mi historia y me miraban con lástima. Pero los chicos me devolvieron la alegría de a poco: una sonrisa, un dibujo, un «gracias seño» al final del día.

Mi familia seguía dividida: mi mamá insistía en que intentara recuperar a Ernesto «por el bien de los chicos», mientras mi hermana Carla me decía que era hora de pensar en mí misma.

—Lucía, vos valés mucho más que este dolor —me dijo una noche mientras tomábamos mate en la terraza.

Empecé a salir con amigas otra vez, a reírme sin culpa, a mirar películas hasta tarde con Valentina y Tomás los fines de semana. Descubrí que podía ser feliz sin depender de Ernesto ni de nadie.

Un día Ernesto volvió para hablar conmigo.

—Perdón por todo el daño —me dijo con lágrimas en los ojos—. No supe cómo manejarlo.

Lo escuché en silencio. Ya no sentía odio ni rencor; solo una tristeza profunda por lo que habíamos perdido.

—Te deseo lo mejor —le dije—. Pero ahora tengo que pensar en mí y en mis hijos.

Hoy miro atrás y veo todo lo que sufrí, pero también todo lo que crecí. Aprendí a poner límites, a pedir ayuda y a no avergonzarme de mis heridas. Sé que todavía queda mucho camino por recorrer, pero ya no tengo miedo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por sostener una familia rota? Ojalá mi historia sirva para animar a otras a buscar su propia voz.